Animales estrangulados
El contraste es sorprendente: por un lado se están admitiendo transformaciones revolucionarias para el judaísmo (formar un solo pueblo con los paganos, no imponer la circuncisión, confesar que “no nos salvamos por la ley sino por la gracia del Señor Jesús”…) pero, junto a eso, se advierte a los recién bautizados: “Ojito con comer animales estrangulados”.
Así somos los humanos: capaces de dejar entrar al camello y de preguntar al mosquito dónde está su pasaporte; dispuestos a proclamar con fervor, faltaría más, que la alegría nace del Evangelio y que el amor es la fuente del gozo, pero a los divorciados que ni se les ocurra acercarse a comulgar y ese chico de aspecto sospechoso, que se vaya leyendo las vidas de santa María Goretti y de san Luis Gonzaga. Que con eso de la alegría del amor, empiezas por ponerte contento y vete a saber dónde terminas.
Afortunadamente, la prohibición dietética nació caducada: Pedro tuvo una visión en la que bajaba del cielo un mantel lleno de alimentos que un judío no podía comer y cuando él, observante y pudibundo, se negó a probarlos, oyó esta sentencia apabullante: “Lo que Dios ha declarado puro no lo llames tú impuro” (He 10,15).
Qué alivio saberlo: gracias a la eficacia poderosa de esas palabras, no tenemos que buscar hoy en los supermercados la vitrina “Pollos para Católicos”, cada uno con su etiqueta certificada ante notario de haber sido degollado hasta perder la última gota de sangre. Y cuánto agradecimiento al Espíritu por el vendaval de libertad con el que quiere barrer de nuestras vidas recelos, resistencias y aprensiones.
Pero cuántas manías rancias le queda por barrer todavía.