¿Ves a esta mujer?

La pregunta de Jesús al fariseo sigue abierta invitándonos a un cambio de mirada

¿VES A ESTA MUJER?

 Se lo preguntó un día Jesús a Simón el fariseo que, incapaz de mirar más allá de las apariencias, juzgaba con dureza a la mujer que ungía los pies de su invitado.  Nos lo pregunta también a nosotros, acostumbrados a leer una y mil veces los textos evangélicos  “sin contar las mujeres ni los niños”, o mirándolas como aquel ciego que, en lugar de personas, solo veía árboles en movimiento.

¿Dónde está tu hermana?

Podemos aventurar, con poco margen de error, cuál sería la respuesta a esta pregunta por parte de la mayoría de los varones contemporáneos de Jesús: “Las mujeres están allí donde deben estar,  en los lugares que les han sido asignados según nuestras tradiciones y leyes. Su espacio es el interior de la casa y no deben salir de ella sin ser acompañadas por alguno de nosotros. No les está permitido hablar en público, ni dedicarse a estudiar la ley y ningún rabino las aceptará nunca como discípulas. El trato con ellas es peligroso ya que pueden  contaminarnos con su impureza, como nos previene el Levítico (Lev 15,19-33). Por eso  deben estar alejadas del culto, ocupar en el Templo un lugar aparte y permanecer tras la celosía en las sinagogas. Su presencia es irrelevante a la hora de comenzar la oración y tampoco están obligadas a recitar diariamente el Shema, ni a subir en peregrinación a Jerusalén en nuestras  fiestas. Debe bastarles el encargo de encender las velas en la celebración doméstica del sábado y cuidar algunos detalles rituales.

Al ser emotivas e irracionales, parlanchinas y débiles, su testimonio carece de validez; les corresponde ser sumisas y procurar no caer en la vergüenza. Sobre el trato con ellas reflexionan nuestros sabios: “Por las mujeres se han perdido muchos (…);  vino y mujeres extravían a hombres inteligentes” (Eclo 9,8; 19,3) “Ninguna herida como la del corazón, ninguna maldad como la de la mujer” (Eclo 25,13). Sus sentencias están colmadas de razón: “Más vale vivir en rincón de azotea que en posada con mujer pendenciera” (Pr 21,9); “Gotera continua en día de chaparrón y mujer de mal genio hacen pareja” (Pr 27,15); “La mujer iracunda deforma su aspecto y pone cara hostil como de osa; cuando su ma­rido se sienta con los compañeros, suspira sin poderse contener” (Eclo 17,18).

Comentan también nuestros sabios que Dios se preguntó de dónde podría sacar a la mujer: no de la cabeza del ’Adam, para que ella no levante la cabeza por soberbia como las hijas de Sión (Is 3,16); no del ojo, para que no haga de lechuza (Is 3,16); no de la oreja, para que no sea indiscreta al escuchar como Sara (Gen 18,10); no de la boca, para que no sea demasiado locuaz como Miryam (Nm 12,1); no del corazón, para que no sea demasiado celosa como Raquel (Gen 30,1); no de la mano, para que no sea demasiado ávida como Raquel (Gen 31,19); no del pie, para que no sea una vagabunda como Dina (Gen 34,1); sino de una parte escondida del cuerpo, para que sea modesta. Por eso oramos tres veces al día al Santo, bendito sea, diciendo: “Bendito seas Señor porque no me has creado pagano, ni ignorante, ni mujer”.

¿Qué palabras son estas?

En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea; Herodes, virrey de Galilea; su hermano Filipo, virrey de Iturea y Traconítida, y Lisanio, virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, en la Galilea de los gentiles se oyó una voz nueva que comenzó a generar un tejido sonoro:  acompañaba la presencia  de un galileo itinerante llegado de  Nazaret y se extendía como un rumor insólito que provocaba asombro, sacudía conciencias y dejaba desvelados y expectantes. Iban dejando a su paso un rastro de sorpresa y de júbilo: estaba surgiendo algo nuevo e imprevisto, una energía poderosa que ponía en pie la esperanza de la pobre gente. Hablaban de ello, lo comentaban,  lo susurraban entre ellos: en este hombre llamado Jesús, el tiempo de Dios se ha cumplido, el Reino se ha acercado. Anuncia la buena noticia de la gracia de Dios, la posibilidad de vivir la vida como una ocasión sorprendente y única. Las palabras del profeta Isaías cobraban un nuevo sentido: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en sombras de muerte, una luz les brilló” (Is 8, 23‑9,1).

El rumor  llegó hasta las mujeres y muchas de ellas  se abrieron a aquella inaudita novedad y sintieron caer las cargas que pesaban sobre sus hombros. Alguien hablaba del reino de Dios como de un espacio sin dominación,  anulaba las pretensiones de superioridad masculina, no se interesaba por cuestiones de sexo o de pureza,  actuaba con asombrosa libertad, se relacionaba con las mujeres  a través de sus cinco sentidos: miraba de frente,   escuchaba, dialogaba, no rehuía su contacto, ni sus perfumes ni su afecto. Quizá recordaron el salmo: “El día le pasa el mensaje al día, la noche se lo susurra a la noche…; como un esposo sale de su alcoba, contento como un héroe a recorrer su carrera, nada se esconde de su calor…” (Sal 19, 2. 6).

Cuando aquel hombre hablaba de Dios, incorporaba a su lenguaje las pequeñas cosas de la vida cotidiana que ellas conocían tan bien: la levadura que hundían en la masa para hacerla fermentar; el manto que se rompía si echaban un remiendo de tela nueva; el candil que encendían al atardecer para alumbrar la casa; el agua que iban a buscar cada día a la fuente; la sal con la que condimentaban las comidas; el arcón en el que guardaban cosas nuevas y viejas; el aceite de sus alcuzas,  el barrer cuidadoso que les permitía encontrar una moneda perdida. Se sentían incluidas al escuchar nombrar cosas que les ocurrían cada día:  una boda, una enfermedad, niños que jugaban en la plaza, un hijo que se iba  de casa, una semilla de mostaza plantada en el huerto, una recién parida con su hijo en brazos.

Aquellas realidades dejaban de ser irrelevantes y se convertían en la escala que Jacob había visto en sueños y por ellas bajaban y subían los mensajes de Dios; eran la arcilla de la que aquel  Maestro se servía para modelar sus palabras, la zarza ardiente en la que Dios se revelaba.         

“¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!”, exclamó entusiasmada una de ellas. “Dichosos más bien quienes escuchan la Palabra de Dios y la guardan”, respondió él (Lc 11,27). Era una bienaventuranza que anunciaba un mundo de iguales y abría ante ellas las puertas del discipulado.

(Christus, Abril 2018)

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