Un defensor viene a verme
Lo del “defensor” es un antiguo título divino en el Antiguo Testamento que se me ha hecho más evidente al leer esa escena del evangelio (Mc 2, 23-27): Jesús y sus discípulos atraviesan unos sembrados en sábado, arrancan espigas, las frotan y se las comen; a los fariseos les parece mal y les acusan a Jesús de forma bastante moderada: “Mira lo que hacen en sábado: algo prohibido”.
Sin embargo la reacción de Jesús es virulenta: se remonta nada menos que a los tiempos de David y el sumo sacerdote Abiatar y les recuerda lo que hizo el rey: tenía hambre, entró en el templo y se atrevió a coger, comer y repartir entre los suyos unos panes superprohibidísimos que estaban sobre el altar y que solo podían tocar y comer los sacerdotes.
Y después de soltar esta parrafada solemne para “sentar jurisprudencia”, pronuncia una sentencia categórica y sin derecho a réplica: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado. El Hijo del hombre es Señor del sábado”.
¿No resulta todo un poco desproporcionado? ¿No podían ellos haberse defendido solos? ¿No está exagerando la defensa de sus discípulos que, al fin y al cabo tampoco estaban amenazados de muerte? ¿Era necesario “sacar los tanques” (la historia, la monarquía, el culto, el quebrantamiento de una ley litúrgica…) para aplastar a aquel ratón?
Le encuentro dos explicaciones: una, la afición de Jesús por el lenguaje profético que era así de extremo y medía las cosas según una peculiar sensibilidad: lo que para otros era irrelevante y normal (trucar balanzas, especular con los precios o fijar salarios precarios), a ellos les parecía una catástrofe que iba a provocar el desplome de los cielos.
Otra, que cuidaba a los suyos como a la niña de sus ojos, no toleraba que los atacaran y, si alguien lo hacía, él reaccionaba como una osa a la que le tocan sus cachorros (Os 13,2). Cuando en otra ocasión los fariseos le reprocharon que sus discípulos se saltaban las abluciones rituales antes de comer, volvió a enfadarse y esta vez les citó a Isaías, a Moisés, a la torah y a las ofrendas sagradas, les enumeró unas cuantas fechorías que ellos cometían y acabó con un “y como estas hacéis muchas” (Mc 7,13).
En vísperas de su muerte, volvió a salir en defensa apasionada de la mujer que le ungía la cabeza con su perfume: no consintió que la atacaran y soltó un “-¡Dejadla!” tan lapidario, que a los presentes se les atragantaron las críticas. (Mc 14,7). Seguirá ejerciendo de defensor de los suyos hasta el final: “-Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos”, dijo en el huerto cuando lo detuvieron (Jn 18,7).
Al final, a él nadie lo defendió y le abandonaron: “El lagar lo he pisado yo solo- había profetizado Isaías-, nadie estuvo conmigo” (Is 63,3). Nunca se le había dado bien lo de tomar precauciones y cuidarse: iba por la vida tranquilo y desprotegido, fiado en el Guardaespaldas al que llamaba Padre. Por eso no fue difícil envolverle en las redes de la conspiración y conducirle a la muerte.
Murió acogiendo nuestros gritos en el suyo, sin fallar en la certeza de que el Defensor en quien confiaba, lo recogería al final extremo de la noche. Precisamente en el lugar en el que estamos también todos nosotros.