Un santo para cada día. 29 de octubre S. Narciso de Jerusalén. ( Víctima de la calumnia, figura destacada en el concilio de Cesárea)
Después de la muerte de Herodes, el dominio romanó comenzó a mostrarse más opresivo en Judea. En el trascurso del siglo I los gobernadores romanos fueron poco respetuosos con las costumbres judías, lo que dio motivo a conflictos religiosos como fue la insurrección protagonizada por los Zelotes en el año 66, contra los romanos, que obligó al ejército imperial a intervenir. Las legiones de Tito acabaron destruyendo la Ciudad Santa y arrasando el templo, quedando apagado el esplendor de Jerusalén.
Posteriormente vendría Adriano a reconstruirla, cambiándola de denominación. El nombre de esta ciudad trasformada se llamaría Aelia Capitolina, que aparentaba ser más gentil que judía, donde había quedado prohibida la circuncisión. Los intentos judíos por recuperar lo perdido fueron fallidos. Este desastre acaecido en Jerusalén fue motivo para que los cristianos se distanciaran más de los judíos y vieran en todo esto un signo de que Dios estaba de su parte. El hecho es qué durante los tres primeros siglos, el cristianismo se difundió muy rápido en esta región, mucho más a partir del Emperador Constantino. Narciso habría de ser un testigo privilegiado de estos cambios operados en la Ciudad Santa
La fuente que nos permite tener acceso a Narciso es Eusebio de Cesárea. Su nacimiento hay que situarle a finales del siglo I o comienzos del siglo II en esa Jerusalén decadente, a la que nos hemos referido. Tuvo la suerte de haber tenido como catequista a personas próximas a los discípulos de Jesús y que muy bien pudieron haber escuchado directamente sus enseñanzas. Su ministerio como presbítero debió de realizarlo bajo las órdenes del obispo Dulciano, hasta que ya de muy avanzada edad, hacia el año 180, fue nombrado trigésimo obispo de Jerusalén. Su persona era respetada, aunque desgraciadamente también contaba con la envidia de algunos, que lograron ponerlo en apuros recurriendo a la difamación. Según se cuenta, tres de sus clérigos que se sentían incomodos con él, bien porque los mantenía a raya, bien porque no podían compartir su éxito o por la razón que fuera, el caso es que se inventaron una patraña acusándole de un grave crimen.
Aun no siendo cierto lo que se decía contra él, no pudo soportar la maldad de las acusaciones, por cuya razón y también seguramente porque sentía una necesidad interior, se retiró a vivir en soledad, oculto de la mirada de los hombres, hasta que la justicia de Dios resplandeció y pudo regresar a su sede para satisfacción de sus feligreses, después que uno de sus acusadores confesara que todo había sido una sucia calumnia. Narciso era ya muy anciano, por lo que se nombra a Alejandro procedente de Capadocia obispo coadjutor para que le echara una mano. De ello nos da fe el propio Alejandro en una carta dirigida a los antinoítas, donde les dice lo siguiente: ”Os saluda Narciso, el que rigió antes que yo la sede episcopal de aquí, y ahora, a sus ciento dieciséis años cumplidos, ocupa su lugar junto a mí en las oraciones y os exhorta, lo mismo que yo, a tener un mismo sentir”.
Una de las intervenciones de Narciso, dignas de reseñar como obispo, fue su participación presidencial el año 195 en el concilio de Cesárea convocado, entre otros asuntos, para reunificar criterios en la celebración de la Pascua, pues mientras Jerusalén y Alejandría celebraba esta festividad en Domingo, las iglesias de Asia la celebraban el 14 de Nisán. De su muerte no se tiene noticia, pero todo hace suponer que ocurriera en Jerusalén, a una avanzada edad que, según Eusebio de Cesárea, alcanzaría a los 116 años.
Reflexión desde el contexto actual.
No hay que perder nunca la paz, nos dice Narciso. Por mucho que nos calumnien, la justicia de Dios siempre acabará resplandeciendo y si no es en esta vida, lo será en la otra. No deja de ser un consuelo para el inocente, pensar que el juez supremo, al que nada se le escapa, dará a cada cual según sus merecimientos. El ideal de la vida espiritual es no perder nunca la paz interior y confiar en todo momento en el Dios de la justicia misericordiosa.