Un santo para cada día: 5 de diciembre San Sabas ( El anacoreta del Cedrón, defensor de los Santos Lugares )
Estamos ante uno de los grandes monjes eremitas de Palestina
Al principio vivió solitario en una caverna sin apenas comer, con poco dormir y mucho orar, así fue tejiendo su santa vida este anacoreta del desierto, hasta que su fama trascendió y la gente se acercaba hasta allí para conocerlo
Estamos ante uno de los grandes monjes eremitas de Palestina, que se retiró a vivir en medio del desierto de Judea, en la barranca del Cedrón, a unos dieciséis kilómetros de Jerusalén, en una zona devastada que se extiende hacia el Mar Muerto, donde todo es aridez y austeridad, sin agua, sin sombra, sin nada en que poder protegerse de los rayos del sol, o los rigores del invierno, sin rastro alguno de que nadie hubiera pisado antes estas tierras. El viajero que un día eligió este sitio para vivir se llamaba Sabas.
Había nacido en Mutalaska de Capadocia cerca relativamente de Cesarea . Juan y Sofía eran los nombres de sus padres, que tuvieron que dejarle en manos del tío materno Hezmias, porque se vieron obligados a marchar a Alejandría a requerimiento de Valeriano III. El muchacho no se sintió a gusto en esta casa y buscó refugio en casa de otro tío paterno llamado Gregorio. A causa de estas preferencias surgieron tensiones entre las dos familias y Sabas, que lo único que quería era vivir tranquilo, desapareció un día y se marchó al cercano monasterio, donde los monjes le acogieron por compasión.
Pasados unos años el muchacho se sintió con fuerzas para soportar una vida aún más dura en un monasterio de mayor austeridad, gobernado por Eutimio, quien intentó disuadirlo, diciéndole que ese monasterio estaba bien para viejos ya curtidos, pero para un joven como él no era lo más apropiado, pero como no hubo manera de convencerlo le abrieron las puertas y allí se quedó a vivir con los frailes curtiditos, sirviendo a la comunidad con humildad y realizando aquellos trabajos que necesitaban de una mayor fortaleza física. Aun así el monje forzudo se sentía capacitado para vivir más rigurosamente, por lo que solicitó permiso del abad para retirarse a vivir solitariamente en el desierto en la cima del Cedrón, en el lugar que se conocería como Mar-Saba. El tiempo que estuvo aquí le sirvió para darse cuenta que esto precisamente era lo suyo.
Al principio vivió solitario en una caverna sin apenas comer, con poco dormir y mucho orar, así fue tejiendo su santa vida este anacoreta del desierto, hasta que su fama trascendió y la gente se acercaba hasta allí para conocerlo y no pocos eran los que movidos por su ejemplo decidían quedarse con él para seguir sus pasos. Con las aportaciones de quienes se quedaban, las limosnas de los agradecidos y la herencia recibida de sus padres, se pudieron hacer obras de beneficencia y ampliar las estancias, hasta conseguir reunir en ellas unos 150 monjes. Con el tiempo este monasterio llegaría a tener una indiscutible influencia; por el que pasarían personalidades de la talla de Juan Damasceno, Afrodisio, Teofanes, Teodoro de Edsa, etc
Cuando ya tenía 50 años fue ordenado sacerdote por el arzobispo de Jerusalén quien le nombró también representante de todos los monjes de su jurisdicción. Comenzaba para él una nueva etapa en su vida en la que tuvo que viajar a Constantinopla, Jerusalén, Cesarea, erigiéndose en defensor de los Santos Lugares y defensor también de la pureza de fe frente a las herejías. Poco después de regresar de uno de sus viajes, estando ya en su querido monasterio con los suyos, Sabas cayó enfermo, teniendo que soportar agudos sufrimientos. No quiso moverse de allí. Nombró a su sucesor y esperó a la muerte que no tardaría en llegar, con la serenidad de un santo. El día 5 por la tarde del año 532 este fiel y esforzado servidor de Cristo terminaba su larga carrera en este mundo a la edad de 94 años de edad.
Reflexión desde el contexto actual
Nos causa admiración la austeridad de vida que se autoimponían los antiguos anacoretas y hubo un tiempo en que las gentes valoraban el grado de santidad en razón de la dureza y rigor con que castigaban sus carnes y la extrema vigilancia a la que tenían sometidos sus sentidos. Las cosas han cambiado y desde los parámetros actuales, la santidad hoy se mide no en razón de los sacrificios y las penitencias, sino desde la intensidad del amor; aún con todo hay que comprender que hace falta mucho amor a Cristo para hacer lo que hicieron anacoretas como el abad Sabas y aunque solo fuera por esto son dignos de nuestro mayor respeto y admiración.