Amamos a Dios porque Él nos amó primero
La respuesta, dijo, la encontramos en el Nuevo Testamento: el amor consiste en que “Nosotros amamos a Dios, porque él nos amó primero (1Jn 4, 10.19)”. Y aclaró que, si bien es cierto que “amar a Dios con todas las fuerzas es ‘el primer y mayor mandamiento’”, es preciso recordar que “antes del orden de los mandamientos, está el orden de la gracia, es decir, del amor gratuito de Dios”. Por tanto, “el mandamiento mismo se funda en el don; el deber de amar a Dios se basa en ser amados por Dios”:
"Abrir la puerta del amor a Cristo significa, pues, algo muy específico: acoger el amor de Dios, creer en el amor"
Lo más importante que se debe hacer en Navidad es recibir con asombro el don infinito del amor de Dios, “creer en el amor de Dios por nosotros”, añadió.
El acto de caridad tradicional, al menos en el rezo privado y personal, a veces no debería comenzar con las palabras: "Dios mío, te amo con todo mi corazón", sino: "Dios mío, creo con todo mi corazón que me amas".
Una de las cosas más difíciles del mundo
Aunque hacer esto “parece fácil”, es una de las cosas más difíciles del mundo, observó Cantalamessa, puesto que “el hombre tiende más a ser activo que pasivo, a hacer que a dejarse hacer”. Inconscientemente no queremos ser deudores, sino acreedores. Sí, queremos el amor de Dios, pero “como recompensa, más que como regalo”.
De este modo, sin embargo, se produce insensiblemente un desplazamiento y un vuelco: en primer lugar, por encima de todo, en el lugar del don, se pone el deber, en el lugar de la gracia, la ley, en el lugar de la fe, obras.
La caridad “edifica”
El predicador de la Casa Pontificia continuó con el discurso sobre la virtud teologal del amor, recordando que de ella se dice que “edifica”. “Edifica el edificio de Dios que es la Iglesia”, sí, pero también a la sociedad civil. Lo explica San Agustín en su obra “La ciudad de Dios”:
"En la historia coexisten dos ciudades: la ciudad de Satanás, simbolizada por Babilonia, y la ciudad de Dios, simbolizada por Jerusalén"
Lo que las distingue es el amor diferente que las anima. La primera tiene como móvil el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios, la segunda tiene como móvil el amor de Dios llevado hasta el desprecio de uno mismo.
El amor social
En el caso mencionado, la oposición es entre el amor de Dios y el amor de uno mismo. Pero es el mismo San Agustín que, en otra obra, “corrige parcialmente este contraste, o al menos lo equilibra”:
El verdadero contraste que caracteriza a las dos ciudades, no es entre el amor de Dios y el amor a uno mismo. Estos dos amores, correctamente entendidos, pueden -de hecho, deben- existir juntos.No, el verdadero contraste es interno al amor propio, y es la contradicción entre el amor exclusivo a uno mismo -amor privatus, como él lo llama- y el amor al bien común -amor socialis.
Por lo tanto, explicó Cantalamessa, “es el amor privado -es decir, el egoísmo- el que crea la ciudad de Satanás, Babilonia, y es el amor social el que crea la ciudad de Dios donde reina la armonía y la paz”.