El Papa asegura en su catequesis que "el mundo está necesitado de la virtud de la esperanza" Francisco pide por Argentina durante la audiencia general: "Que el Señor la ayude en su camino"
A la hora de los saludos a las delegaciones de peregrinos presentes en la plazas de San Pedro, el Papa recordó -durante su resumen en lengua española- que "hoy, en mi patria, en Argentina, se celebra la solemnidad de Nuestra Señora de Luján, cuya imagen está aquí presente. Pidamos por Argentina, para que el Señor la ayude en su camino"
"Si falta la esperanza, todas las demás virtudes corren el riesgo de desmoronarse y acabar en cenizas. Si no hubiera un mañana fiable, un horizonte luminoso, sólo quedaría concluir que la virtud es un esfuerzo inútil", indicó el Papa
"Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos por nuestros pecados, olvidando que Dios es misericordioso y más grande que nuestros corazones"
"Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos por nuestros pecados, olvidando que Dios es misericordioso y más grande que nuestros corazones"
La virtud de la esperanza centró la catequesis del papa Francisco en la audiencia general de este miércoles, celebrada en la plaza de San Pedro, porque "si no hay un sentido en el viaje de la vida, si no hay nada ni al principio ni al final, entonces nos preguntamos por qué debemos caminar: de ahí surge la desesperación humana, el sentimiento de inutilidad de todo".
"Si falta la esperanza, todas las demás virtudes corren el riesgo de desmoronarse y acabar en cenizas. Si no hubiera un mañana fiable, un horizonte luminoso, sólo quedaría concluir que la virtud es un esfuerzo inútil", indicó el Papa
"El cristiano tiene esperanza no por mérito propio. Si cree en el futuro, es porque Cristo murió y resucitó y nos dio su Espíritu", señaló, para indicar acto seguido que esta virtud "no emana de nosotros, no es una obstinación de la que queramos convencernos, sino que es un don que viene directamente de Dios".
"La esperanza es una virtud contra la que pecamos a menudo: en nuestras nostalgias malas, en nuestras melancolías, cuando pensamos que las felicidades pasadas están enterradas para siempre. Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos por nuestros pecados, olvidando que Dios es misericordioso y más grande que nuestros corazones. Pecamos contra la esperanza cuando en nosotros el otoño anula la primavera; cuando el amor de Dios deja de ser un fuego eterno y nos falta la valentía de tomar decisiones que nos comprometen para toda la vida", señaló Jorge Mario Bergoglio.
"¡El mundo de hoy tiene tanta necesidad de esta virtud cristiana! Como también necesita tanto la paciencia, virtud que camina de la mano de la esperanza. Los seres humanos pacientes son tejedores de bien. Desean obstinadamente la paz, y aunque algunos tienen prisa y quisieran todo y todo ya, la paciencia tiene capacidad de espera. Incluso cuando muchos a su alrededor han sucumbido a la desilusión, quien está animado por la esperanza y es paciente es capaz de atravesar las noches más oscuras", afirmó.
Finalmente, el Papa afirmó en su catequesis que "la esperanza es la virtud del que tiene un corazón joven; y aquí, la edad no cuenta. Porque existen también ancianos con los ojos llenos de luz, que viven una tensión permanente hacia el futuro", aludiendo a "dos grandes ancianos del Evangelio, Simeón y Ana".
"Dios perdona todo, Dios perdona siempre, somos nosotros los que nos cansamos de perdonar", reiteró finalmente Francisco, saltándose el texto escrito. "Pidamos al Señor que nos dé siempre la virtud de la esperanza, acompañada de la de la paciencia".
A la hora de los saludos a las delegaciones de peregrinos presentes en la plazas de San Pedro, el Papa recordó -durante su resumen en lengua española- que "hoy, en mi patria, en Argentina, se celebra la solemnidad de Nuestra Señora de Luján, cuya imagen está aquí presente. Pidamos por Argentina, para que el Señor la ayude en su camino".
A los de lengua polaca, al saludarlos en el día del patrón de su patria, San Estanislao, pidió que "por su intercesión se consiga el don de la paz en Europa y en todo el mundo, especialmente en Ucrania y en el Medio Oriente", petición que reiteraría al dirigirse a los peregrinos italianos, citando entonces también a Myanmar.
Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy reflexionamos sobre la virtud de la esperanza. El Catecismo de la Iglesia Católica la define así: «La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (n. 1817). Estas palabras nos confirman que la esperanza es la respuesta que se ofrece a nuestro corazón cuando surge en nosotros la pregunta absoluta: «¿Qué será de mí? ¿Cuál es el destino del viaje? ¿Cuál es el destino del mundo?».
Todos nos damos cuenta de que una respuesta negativa a estas preguntas produce tristeza. Si no hay un sentido en el viaje de la vida, si no hay nada ni al principio ni al final, entonces nos preguntamos por qué debemos caminar: de ahí surge la desesperación humana, el sentimiento de inutilidad de todo. Y muchos podrían rebelarse: 'Me he esforzado por ser virtuoso, por ser prudente, justo, fuerte, templado. También he sido un hombre o una mujer de fe.... ¿De qué ha servido mi lucha?». Si falta la esperanza, todas las demás virtudes corren el riesgo de desmoronarse y acabar en cenizas. Si no hubiera un mañana fiable, un horizonte luminoso, sólo quedaría concluir que la virtud es un esfuerzo inútil. «Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente.» (BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe salvi, 2).
El cristiano tiene esperanza no por mérito propio. Si cree en el futuro, es porque Cristo murió y resucitó y nos dio su Espíritu. Como afirma el Papa Benedicto XVI en su Encíclica Spe salvi, «Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente» (ibid., 1). En este sentido, una vez más, decimos que la esperanza es una virtud teologal: no emana de nosotros, no es una obstinación de la que queramos convencernos, sino que es un don que viene directamente de Dios.
A muchos cristianos dubitativos, que no habían renacido del todo a la esperanza, Pablo les presenta la nueva lógica de la experiencia cristiana: «Si Cristo no resucitó vana es la fe de ustedes y ustedes siguen en sus pecados. Por tanto, también los que durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!» (1 Cor 15,17-19). Es como si dijera: si crees en la resurrección de Cristo, entonces sabes con certeza que no hay derrota ni muerte para siempre. Pero si no crees en la resurrección de Cristo, entonces todo se vuelve vacío, incluso la predicación de los Apóstoles.
La esperanza es una virtud contra la que pecamos a menudo: en nuestras nostalgias malas, en nuestras melancolías, cuando pensamos que las felicidades pasadas están enterradas para siempre. Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos por nuestros pecados, olvidando que Dios es misericordioso y más grande que nuestros corazones. Pecamos contra la esperanza cuando en nosotros el otoño anula la primavera; cuando el amor de Dios deja de ser un fuego eterno y nos falta la valentía de tomar decisiones que nos comprometen para toda la vida.
¡El mundo de hoy tiene tanta necesidad de esta virtud cristiana! Como también necesita tanto la paciencia, virtud que camina de la mano de la esperanza. Los seres humanos pacientes son tejedores de bien. Desean obstinadamente la paz, y aunque algunos tienen prisa y quisieran todo y todo ya, la paciencia tiene capacidad de espera. Incluso cuando muchos a su alrededor han sucumbido a la desilusión, quien está animado por la esperanza y es paciente es capaz de atravesar las noches más oscuras.
La esperanza es la virtud del que tiene un corazón joven; y aquí, la edad no cuenta. Porque existen también ancianos con los ojos llenos de luz, que viven una tensión permanente hacia el futuro. Pensemos en aquellos dos grandes ancianos del Evangelio, Simeón y Ana: nunca se cansaron de esperar y vieron bendecido el último tramo de su camino terreno por el encuentro con el Mesías, al que reconocieron en Jesús, llevado al Templo por sus padres. ¡Qué gracia si fuera así para todos nosotros! Si, después de una larga peregrinación, al dejar las alforjas y el bastón, nuestro corazón se llenara de una alegría que nunca antes habíamos sentido, y nosotros también pudiéramos exclamar:
«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32).
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