"Debemos descubrir a Dios salvando con los que salvan" Michael Moore: "La fe no es un antídoto mágico; convive con las preguntas y con los miedos"
"Ya se empieza a sentir la tensión entre cuestiones de salud y economía de esta crisis"
"Trato de descubrir en mí y en los demás las oportunidades que esta situación crítica me ofrece"
"Gran parte del clero -incluidos estratos jerárquicos- es presa de cierta ignorancia (¿culpable?) y/o pereza intelectual"
"La teología sacramentaria -como la casi entera teología, diría yo- sigue necesitando una seria revisión en muchos de sus puntos neurálgicos"
"Diría que toda la vida es un proceso de aprendizaje -muchas veces traumático- y aceptación de nuestra condición creatural"
"Gran parte del clero -incluidos estratos jerárquicos- es presa de cierta ignorancia (¿culpable?) y/o pereza intelectual"
"La teología sacramentaria -como la casi entera teología, diría yo- sigue necesitando una seria revisión en muchos de sus puntos neurálgicos"
"Diría que toda la vida es un proceso de aprendizaje -muchas veces traumático- y aceptación de nuestra condición creatural"
"Diría que toda la vida es un proceso de aprendizaje -muchas veces traumático- y aceptación de nuestra condición creatural"
"El ministerio del alivio del dolor es común a todos lo que se dicen cristianos y no sólo a los clérigos". Con afirmaciones como ésta, el teólogo Michael Moore nos interpela a hacer algo por los demás durante esta crisis que atraviesa el mundo.
En conversación con Religión Digital, ofrece su perspectiva sobre las diferentes reacciones ante la emergencia sanitaria: el miedo, que nos hace humanos, el contacto con la muerte que nuestra sociedad se había empeñado en disimular, y la búsqueda de trascendencia. También denuncia a los clérigos que han transformado la liberación religiosa en el levantamiento de normas y muros y el "recetar" sacramentos. "¿Podemos seguir sosteniendo que Dios no nos perdona hasta que no realicemos una confesión sacramental en tiempo y forma?, ¿podemos afirmar que la mediación por excelencia de entrar en comunión (en común-unión con Dios y con los hermanos) es a través de la comunión eucarística? ¿podemos seguir predicando que el Bautismo nos hace hijos de Dios… como si antes no lo fuésemos?", cuestiona Moore.
¿Cómo está viviendo el paso de la pandemia por su vida y por la de su país?
En mi país, Argentina, la pandemia recién está realizando sus primeros estragos, muy distinto a lo que ocurre ahora mismo en España, Italia o EEUU. Aquí se están tomando algunas medidas preventivas que esperemos nos ahorren el drama que están atravesando en otras regiones; de todas maneras, se estima que el pico máximo de contagios -y decesos- será recién en mayo. Y ya se empieza a sentir la tensión entre cuestiones de salud y economía. Personalmente, estoy viviendo este momento con incertidumbre y extrañeza; tratando de descubrir en mí y en los demás las oportunidades que esta situación crítica me ofrece. Valorando mucho lo mucho que tengo en mi vida y que, en la vorágine de los días, he mal aprendido a minusvalorar: en primer lugar, claro, el mismo hecho de estar vivo; luego, el gozar de buena salud; y las pequeñas cosas que hoy no puedo hacer: el poder abrazar y ser abrazado, el salir a pasear al aire libre, el contacto directo con los alumnos en la docencia…
¿Es lógico, a pesar de la fe, sentir miedo ante este enemigo invisible y tan mortífero?
Creo que es lógico y muy humano. Ante todo, porque la fe no es un antídoto mágico ante las dudas y los temores; la fe convive con las preguntas y con los miedos. Por eso, diría: no sentimos miedo “a pesar de” la fe, sino “en medio de” la fe; como dice uno de mis grandes formadores “ser hombre es aprender a vivir con esperanza frente a las amenazas y sin exigencia frente a la promesa” (J.I. González Faus).
Tenemos miedo por los daños que ya vemos que está haciendo este virus, y tenemos miedo ante lo que ignoramos: hasta cuándo durará y qué heridas dejará en tantas vidas y con tantas muertes. Los “ojos de la fe” (J.P. Rousselot) nos habilitan para la mirada mística, pero de una “mística de los ojos abiertos” (J.B. Metz), que nos permita leer la realidad en su profundidad, intentando descubrir a Dios donde parece no estar.
¿Dónde está Dios?
Es una pregunta tan importante como difícil de responder. Es importante porque, de un modo especial, en situaciones de profunda angustia y sufrimiento surge esa pregunta, lacerante, y en la respuesta emerge, tematizándose lo a-temático: quién y cómo es el Dios en el cual se basa toda mi vida de fe. Y es difícil porque, respondiendo, estamos intentando “localizar” lo que es el Misterio por excelencia: eso que llamamos “Dios”. El problema es que, dentro de la iglesia, quienes tenemos más acceso a la palabra proclamada (teólogos, catequistas, pastores, etc.), muchas veces nos pronunciamos como si tuviéramos un “0800-dios” que nos habilita a hablar de Él -o peor aún: en su nombre- con demasiada liviandad y seguridad.
Hecha esta aclaración, creo que debemos intentar descubrir a Dios, en primer lugar, sufriendo con los que sufren y, en segundo, salvando con los que salvan (hoy: médicos, enfermeros, investigadores, personal de seguridad, ONG, y tanta gente de buena voluntad). Y quizá, lo más importante, convencernos de que “en Él nos movemos, existimos y somos” (Hch 17,28), por tanto: Dios está en todo y todo está en Dios (pan-en-teísmo). Dios no puede no-estar, porque sin Él volvemos a la nada, nos aniquilamos; el esfuerzo reside en buscarlo dónde y como Él sigue presente… lo cual, las más de las veces, no coincide con nuestras expectativas humanas.
"Dios no puede no-estar, porque sin Él volvemos a la nada, nos aniquilamos"
¿Cómo es posible que algunos clérigos (incluidos algunos altos cardenales) sigan diciendo que el coronavirus es un 'castigo de Dios'?
Yo me pregunto lo mismo, ¿cómo es posible? No logro salir de mi perplejidad cuando escucho ciertos comentarios o recetas para afrontar esta pandemia. Sin ir más lejos, en la ciudad donde ahora vivo (Salta, Argentina), algunos sacerdotes y laicos en estos días están abocados a rezar la “Novena al Señor y la Virgen del Milagro”, cuya oración preparatoria comienza así: “María Purísima del Milagro, que con tierno amor te inclinaste a pedir a tu Soberano Hijo, cuando enojado por nuestras culpas, quiso destruir la ciudad de Salta con aquellos espantosos terremotos, y Tú, cual otra hermosa Ester, puesta delante del Supremo Rey de los Cielos, mudando de colores, pediste por la libertad de este pueblo…”. Yo puedo entender que esto se haya escrito y rezado hace 300 años (el terremoto aludido ocurrió en 1692), pero que todavía hoy se siga repitiendo esa oración, me parece algo bastante serio. ¿Quién es ese Dios que manda castigo semejante a un pueblo por el mero hecho de ser pecador? ¿Quién es ese Señor que necesita que su Madre intervenga para que Él calme su ira?
"Puedo entender que esto se haya escrito y rezado hace 300 años (el terremoto aludido ocurrió en 1692), pero que todavía hoy se siga repitiendo esa oración, me parece algo bastante serio"
Se impone un esfuerzo serio de reflexión para re-pensar y re-significar las devociones populares, acompañando los procesos de fe de la gente más sencilla, en un ida y vuelta de aprendizaje y enseñanza. Pero lo que no podemos permitir, en mi opinión, es seguir jugando con estas imágenes de un Dios castigador y perdonador (… si su Madre se lo pide). Ahora, si tuviera que responder directamente a su pregunta, me aventuraría a decir que gran parte del clero -incluidos estratos jerárquicos como usted cita- es presa de cierta ignorancia (¿culpable?) y/o pereza intelectual. Y, muchas veces, lo que es peor, subrepticiamente alimentada por razones de conveniencia, porque cierta teología, con su consecuente espiritualidad y pastoral, es muy funcional a lo que se ha llamado una “pastoral del miedo”. Pero el miedo puede hacer “creyentes”, no hijos; me remito a iluminarlo con la imagen del hermano mayor en la parábola del padre misericordioso. Se trata, en definitiva, de un serio problema de formación permanente -de clérigos, pero también de laicos- largamente denunciado en la iglesia, pero cortamente afrontado.
¿Esta pandemia pone a prueba nuestro nivel de conciencia?
Sin duda que la pone a prueba…otra cosa es que nos demos cuenta de que se está poniendo a prueba nuestro nivel de percepción de la realidad y que seamos consecuentes. Me parece que es una oportunidad para concientizarnos de algo que el Papa ha señalado últimamente, y desde hace algunos decenios se viene reclamando desde la llamada Ecoteología: la necesidad de descubrir la interrelación en la cual se desarrolla -vive y muere- esta creación en evolución.
"Cierta teología, con su consecuente espiritualidad y pastoral, es muy funcional a lo que se ha llamado una 'pastoral del miedo'"
Hace unos días, en una reflexión titulada “Coronavirus: autodefensa de la propia Tierra”, escribía L. Boff: “La pandemia del coronavirus nos revela que el modo como habitamos la Casa Común es pernicioso para su naturaleza. La lección que nos transmite reza así: es imperativo reformatear nuestro estilo de vida en ella, como un planeta vivo que es. Ella nos viene avisando de que, así como nos estamos comportando, no podemos continuar…” Urge, pues, “caer en la cuenta” (A. Torres Queiruga) de cómo estamos viviendo en nuestra Casas común.
¿No nos está haciendo descubrir la crisis que, quizás, tengamos que replantearnos la administración de los sacramentos? ¿No cabría la confesión por videoconferencia?
Pienso que hay un problema previo y más serio para replantearnos: el lugar que damos a los sacramentos en la vida de fe. Sostengo que hay que darle toda la importancia que tienen, pero no más que la que tienen; sobre todo, cuando -desde la praxis más que desde la teoría explícita- parecería querer limitarse la gracia de Dios a esos siete “canales” de comunicación. La teología sacramentaria -como la casi entera teología, diría yo- sigue necesitando una seria revisión en muchos de sus puntos neurálgicos.
Concretamente, hablando de los sacramentos: ¿podemos seguir sosteniendo que Dios no nos perdona hasta que no realicemos una confesión sacramental en tiempo y forma?, ¿podemos afirmar que la mediación por excelencia de entrar en comunión (en común-unión con Dios y con los hermanos) es a través de la comunión eucarística? ¿podemos seguir predicando que el Bautismo nos hace hijos de Dios… como si antes no lo fuésemos? En fin, la cuestión de la administración de los sacramentos, depende de la sacramentología subyacente.
¿Cómo asumir la muerte en una cultura que la había ocultado?
Es uno de los temas que la situación actual de pandemia me está invitado a reflexionar seriamente. No me refiero sólo a la muerte (última) sino también a las pequeñas muertes que sufrimos cotidianamente. Y lo relaciono directamente con la cuestión de la contingencia, porque pienso que no se asume la muerte sino se acepta antes la contingencia y la finitud. Es un desafío doloroso, pero a la vez liberador: descubrir nuestra pequeñez y abrazarla con cariño. No soy eterno, no soy -absolutamente- necesario, no lo puedo ni lo sé todo… ¡no soy Dios!
La tentación en el llamado pecado original reside, precisamente, en querer ser como Dios, en auto-divinizarnos, lo cual, en general, lo intentamos a costa de los demás o sin tenerlos en cuenta. Diría que toda la vida es un proceso de aprendizaje -muchas veces traumático- y aceptación de nuestra condición creatural. Desde un punto de vista creyente, para asumir la muerte hay que superar tanto el prometeísmo de la cultura moderna como el narcisismo de la postmoderna, volviendo a con-centrarse en nuestra realidad de creatura, pero creatura profundamente amada por el Creador.
Y, agregaría, desde mi espiritualidad -soy religioso franciscano- animarnos, como Francisco de Asís, a des-dramatizar la muerte, a quien recibió, en su lecho de agonizante, con las palabras “¡Bienvenida seas, hermana muerte!”. Esto no implica quitar la virulencia que supone enfrentarse a la muerte -propia o ajena- sino que, apoyados en la fe, invita a profesar que esa muerte no tiene la última palabra sobre nuestras existencias. Hay que aprender a morir, como aprendemos a vivir. Se muere en el instante de la muerte, lo mismo que se fue muriendo a lo largo de la vida, porque “la vida es el lento madurar de la muerte” (J.B. Libanio).
¿No se han separado demasiado de la gente los sacerdotes, dejándolos solos, sobre todo en hospitales y tanatorios?
Me cuesta emitir un juicio generalizador al respecto. Es un momento delicado donde también los religiosos -de los diferentes cultos- deben acatar las normas de circulación impuestas por los distintos gobiernos. Luego, cada uno debe decidir desde su conciencia hasta dónde exponerse a situaciones en las cuales se pone en juego la propia salud y hasta la vida. A la luz de la historia de Jesús de Nazaret, paradigma de humanidad para los cristianos, resulta evidente el valor de engendrar vida a través de la (propia) muerte. Se trata de la no fácil paradoja/dialéctica vida-muerte: el que retiene su vida la pierde, el que la entrega, la gana (cf. Mc 8,35).
"La muerte no tiene la última palabra sobre nuestras existencias"
Por otra parte, pienso que el ministerio del alivio del dolor es común a todos lo que se dicen cristianos y no sólo a los clérigos; por tanto, cada uno debe ver en qué manera puede ayudar a los que hoy la están pasando tan mal. En este sentido, no deja de interpelarme la cantidad de hombres y mujeres -con o sin credos- que están entregando su vida -o dejándola a jirones en tantas esquinas de dolor- para que otros vivan… o mueran, lo más dignamente posible.
¿Saldremos mejores, más cívicos y solidarios o la lección se nos olvidará pronto?
No puedo responder desde lo que no sé, pero sí desde lo que espero, y espero porque “un hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico” (P. Laín Entralgo). Viendo las reacciones que surgen en distintos lugares del planeta, se puede constatar que estas situaciones-límite desnudan lo mejor y lo peor de la condición humana: la solidaridad desinteresada de muchos y el egoísmo indiferente de otros. Ojalá sepamos leer los acontecimientos presentes como un “signo de estos tiempos” que nos invitan a repensar nuestro modo de relacionarnos entre nosotros, con la naturaleza y con la Trascendencia. Porque el hombre no es sólo un animal que pregunta, sino también que es preguntado; tiene la capacidad, potencial al menos, de dejarse interpelar. Pero también es verdad, como dice el refrán popular, que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Y tres… y cuatro.
Mi deseo es que, al menos, sirva la ocasión como una invitación a resituarnos frente a nuestras posesiones, proyectos y seguridades; aprender a incorporar las frustraciones y negatividades propias e inevitables de nuestra condición creatural; e intentar descubrir -para quienes creemos en el Dios revelado en un crucificado- lo dei-forme en lo de-forme, lo divino en lo anti-divino.
¿La Iglesia católica seguirá ofreciendo sentido a la vida de la gente después del coronavirus?
Si se me permite la ironía, la Iglesia seguirá ofreciendo sentido, como lo ha hecho siempre; otra cosa es si ese sentido ofrecido será significativo -con toda la densidad teologal que tiene el término- para nuestros contemporáneos. No equivocará el camino si, para hacerlo, deja de mirarse a sí misma y autopostularse, e invita a fijar la mirada en Jesús de Nazaret (cf. Heb 12,2), nuestra única norma non normata.