Creadores y ‘Tiempo de la Creación’ (III) Friedrich, o deambular por el territorio para reflexionar la existencia
Las cumbres rocosas de sus cuadros lo significan todo: la angustia existencial del hombre, pero también la fascinación que siente al chocarse frontalmente con ‘el libro de la naturaleza’
En un tiempo de auge de las ciencias naturales, Europa se llenó de paseantes que huían de las ciudades para redescubrir el territorio y a la vez reconciliarse con ellos mismos
Su 'Monje a la orilla del mar' nos muestra las limitaciones humanas frente a las infinitas dimensiones de la realidad natural
Su 'Monje a la orilla del mar' nos muestra las limitaciones humanas frente a las infinitas dimensiones de la realidad natural
Corría la segunda década del siglo XIX cuando David Caspar Friedrich (1774-1840) acabó un paisaje con figura que se haría universal. En una especie de escena de misticismo, un caminante detenido contempla un mar de nubes. Y las cumbres rocosas, al fondo, terminan de significarlo todo: la angustia existencial de ese hombre solitario, pero también la fascinación que siente al chocarse frontalmente con ‘el libro de la naturaleza’.
Pintor del romanticismo alemán, Friedrich perteneció al tiempo del Sturm und Drang artístico y del auge de ciencias naturales como la botánica. “Fue una reacción contra los rápidos cambios sociales que comenzaron con la Revolución francesa y que continuaron con la Revolución industrial, lo que llevó a desarrollar una nueva forma de conocimiento de uno mismo”, en palabras de Kosme de Barañano. Europa se llenó, de repente, de paseantes que huían de las ciudades para redescubrir el territorio y a la vez reconciliarse con ellos mismos.
Desde ese contexto, el arte de Friedrich ha trascendido ligado a una visión del mundo que fusiona la admiración de la naturaleza con la filosofía y la espiritualidad. Su Monje a la orilla del mar nos muestra las limitaciones humanas frente a las infinitas dimensiones de la realidad natural. De la niebla al océano, del roquedo al horizonte. Sin embargo, su Árbol solitario (acabado en 1822) directamente elimina la presencia del cuerpo humano, para que dirijamos la mirada a ese viejo árbol, solo en el centro de la composición. El agua, las montañas… muestran su fuerza pacífica frente al paso del tiempo, y hay que tener mucha vista para encontrar, tras la vegetación, la torre de una iglesia.
“Cuando las tropas de Napoleón llegaron a Dresde, el pintor se fue a un pequeño pueblo, donde se entregó a su pasión de pasear, dibujar y documentar esos paisajes con grandes formaciones de rocas calcáreas”, explica de Barañano. Friedrich, parece, desertó de la historia pero se convirtió en un permanente excursionista, amante de la creación.
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