"Símbolo de la civilización europea, sueño de un humanismo cristiano" Resucita lo que muere. Notre Dame no murió el 15 de abril de 2019
Notre Dame no alberga obras maestras dignas de la Capilla Sixtina o de San Pedro en Roma, o de la Galería Uffizi en Florencia, pero es el símbolo de una identidad
Entre sus muros góticos no solo se encierran reliquias y objetos preciosos y símbolos ancestrales, sino que también hay recuerdos que llegan hasta nuestros días, como en el último funeral de Estado celebrado allí sin el cuerpo, el de François Mitterrand, y en el penúltimo, el de Charles De Gaulle, testimonio de un sentimiento de unión entre el Estado laico y el alma religiosa de Francia
No, no ha sido una herida que permanezca abierta para siempre. Notre Dame está siendo reconstruida. Los daños materiales han distado mucho de ser irreparables. Sin embargo, el dolor que ha suscitado el incendio de la catedral no se apacigua con la certeza razonable de que se borrarán los signos de la devastación. La banalización de muchos críticos autorizados y desinformados que han minimizado indebidamente el siniestro parisino a una «pequeñez», comparándolo con catástrofes humanitarias que se han convertido en endémicas o con trastornos naturales y sociales en vastas zonas del planeta, quizá no angustia pero sí mueve a cierta.
Notre Dame no alberga obras maestras dignas de la Capilla Sixtina o de San Pedro en Roma, o de la Galería Uffizi en Florencia, pero es el símbolo de una identidad. La ‘fatalidad’ desgarró el corazón de la catedral, de París, de Francia, de quienes han seguido y seguirán teniendo cariño a ese espléndido monumento gótico, construido sobre las ruinas de un templo pagano dedicado a Júpiter por Julio César. No sólo por su belleza irrepetible, retocada varias veces a lo largo de los siglos, sino por su representación -una de las más logradas- del espíritu europeo, de la cultura de un mundo que supo, hace más de mil años, imaginar una iglesia cristiana entre cuyos austeros muros celebrar ritos que reconciliaran la finitud individual con el infinito sobrehumano.
Notre Dame es para todos muchas cosas. Pero para todos una sola cosa: una extraordinaria oración, plegaria, súplica… en piedra, madera y plomo elevada a Dios y desde hace generaciones «frecuentada» por quienes reconocen en la obra humana el reflejo de lo divino. Esto puede decirse, por supuesto, de muchos lugares de culto, pero la perfección estilística, la concepción sagrada que presidió la construcción de la catedral parisina, los acontecimientos históricos que, para bien o para mal, la han tenido como protagonista, no pueden sino inducir a un encantamiento que en los signos de las estatuas de las vidrieras, en la solemnidad de la nave y del crucero, en la cruz que destaca sobre el altar central y en la estatua de la Virgen, propone el sentimiento generalizado y perenne de una civilización íntimamente ligada a lo sagrado, por mucho que la secularización rampante eclipse al mismo tiempo este dato histórico y espiritual.
Ciertamente, se ha ido reconstruyendo el tejado y la aguja de Notre Dame; se ha ido restaurando partes que hace tiempo que no son seguras; y no se descuidan los embellecimientos previstos: no será la primera vez que se ponga remedio a la devastación causada por el tiempo y la inexperiencia humana. Incluso después de las nefastas incursiones revolucionarias, especialmente en la década de 1789 a 1799, cuando Notre Dame se transformó en el Templo de la Razón, la sensibilidad del pueblo prevaleció devolviéndole su función natural.
Allí, en el corazón de la ciudad parisina, Notre Dame es un encuentro casi divino para los que han estado allí especialmente a menudo y durante mucho tiempo. Quizás incluso más que para los propios parisinos, que evidentemente la consideran parte de su mundo. También para quienes se han acercado a ella desde la infancia y luego, con el tiempo, se han instalado allí y cuando han podido, reunidos en oración en la Misa, arrullados por la música sacra que produce el inmenso órgano -quizá el más grande de Europa-, el templo que nació bajo la mirada del Papa Alejandro III en 1163, no es sólo un lugar de piedad religiosa, sino un refugio, por imponente y suntuoso, del alma humana en el que la mirada y la mente se pierden en el concierto de símbolos que recuerdan el aroma de una tradición que fundió el poder espiritual y el temporal en una especie de catedral del imperio cristiano y católico, tal y como la imaginó Carlomagno.
Entre sus muros góticos no solo se encierran reliquias y objetos preciosos y símbolos ancestrales, sino que también hay recuerdos que llegan hasta nuestros días, como en el último funeral de Estado celebrado allí sin el cuerpo, el de François Mitterrand, y en el penúltimo, el de Charles De Gaulle, testimonio de un sentimiento de unión entre el Estado laico y el alma religiosa de Francia.
Esa misma alma que el escritor Dominique Venner pretendía sacudir, a su manera, entregándose a la muerte en el altar mayor de Notre Dame el 21 de mayo de 2013, dejando escritas estas palabras: «Me entrego a la muerte para despertar las conciencias adormecidas. Me rebelo contra la fatalidad del destino. Me rebelo contra los venenos del alma y contra los deseos individuales invasores que están destruyendo nuestros anclajes identitarios, en primer lugar la familia, fundamento íntimo de nuestra civilización milenaria».
Notre Dame, símbolo de la civilización europea y escenario magnífico de la puesta en práctica del sueño de un humanismo cristiano. Volveremos a ver la catedral, sin duda. ¿Resucitará? Resucita lo que muere. Notre Dame no murió el 15 de abril de 2019, una fecha que en cualquier caso será recordada durante mucho tiempo, por la sencilla razón de que los símbolos, como los mitos, no pueden morir, a lo sumo se esconden durante un tiempo indefinido y luego reaparecen. Milagrosamente por la obra de los hombres. Dios mediante, parece que reabrirá sus puertas allá por el 8 de diciembre del presente año 2024. En él se alberga una cara de la belleza divina de la realidad y de lo sagrado de la obra artística y de la historia humanas.
Etiquetas