Comentario a la lectura evangélica (Lucas 1,39-45) del IV Domingo de Adviento "Cada día el Señor Jesús camina por nuestras calles, viene a nuestro lado de las más diversas maneras"
"María va «de prisa» a visitar a Isabel. No va por ansiedad o incertidumbre, sino por alegría y preocupación. No va por curiosidad o por saber; cree lo que le han dicho de su prima"
"Esta historia anticipa Pentecostés: el mismo Espíritu que aquí llenará a los apóstoles llena a Isabel"
Por medio de María, que se hizo obediente a la Palabra, Dios visita a su pueblo y su pueblo le reconoce. Este reconocimiento es el fin de su designio, el término de su trabajo (Lc 19,44; 13,34), el cumplimiento de la historia de la salvación (Rm 11,25-36). El misterio de la visitación es el anticipo de este acontecimiento escatológico, en el que la misericordia se manifestará a todos los que estaban encerrados en la desobediencia (Rm 11,32). Es la alegría final del encuentro, tan impedido y tan anhelado, entre el esposo y la esposa, del que habla el Cántico. La visita del Señor es el sentido de la historia personal y universal.
«En aquellos días, María subió a la montaña». María va «de prisa» a visitar a Isabel. No va por ansiedad o incertidumbre, sino por alegría y preocupación. No va por curiosidad o por saber; cree lo que le han dicho de su prima. A Zacarías, que no cree y pide una señal, Dios no le da ninguna, salvo quedarse mudo y sin expresión. A María, en cambio, que cree, le dará la verdadera señal en el reconocimiento de Isabel. Si uno no cree, no puede aceptar el don de Dios, sea cual sea el signo que se le dé.
«Y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». El saludo hebreo es ‘shalom’, ‘¡paz!’ María desea, promete y trae la paz a esta casa, signo de la visita del Señor. Más allá del saludo, el que es saludado «bendice» al que acoge. Dice «bien» del que, al acogerlo, «le da bien compartir con él el techo y el pan». El huésped en Israel es sagrado y la hospitalidad una bendición. En ella se deja fluir el bien recibido, reconociendo su fuente inagotable. Al dar el don recibido, se entra en el círculo de la vida de Dios.
«El niño saltó en su vientre»: en presencia de María, las entrañas de Isabel saltaron. ¡Los dos niños se reconocen ante sus respectivas madres, que se conocían bien! Hay un reconocimiento visceral entre la promesa y el cumplimiento, del que los respectivos portadores se dan cuenta más tarde. La acción de Dios que promete y cumple nos impacta hasta lo más profundo. Por esto lo reconocemos. Esta historia anticipa Pentecostés: el mismo Espíritu que aquí llenará a los apóstoles llena a Isabel. El encuentro con el Señor es, en definitiva, siempre este don del Espíritu, reconocible por los frutos.
«Y bienaventurada la que ha creído»: Isabel finalmente llama bienaventurada a María porque creyó en el cumplimiento de la palabra del Señor. Es la primera bienaventuranza, la fundamental: la fe en la promesa, que permite al Señor vivir "hoy" en el creyente que lo escucha. Su bienaventuranza como Madre de Dios es compartida por todo creyente que escucha y practica la Palabra (8,21; 11,27ss).
Una propuesta para tu contemplación podría ser detenerse en los títulos marianos de este pasaje evangélico…
El saludo de María provoca en Isabel, "por relación causal", la exaltación del niño que lleva en su seno y la efusión del Espíritu. Isabel puede así conocer la verdadera identidad de María, determinada por su maternidad hacia el Señor y por su fe. El oráculo de la madre de Juan detalla tres títulos, que sitúan a María en el centro de la escena y también de la salvación:
a) “bendita tú entre las mujeres” (Lc 1,42) se hace eco de la bendición de Jael y Judit (Jue 5,24; Jdt 13,18) pero con una carga escatológica, en cuanto a Jesús es un superlativo que reconoce que Dios hizo fértil el vientre de la Virgen, haciendo germinar en ella al propio autor de la vida. A la bendición de María le sigue la del "fruto de su vientre", que según la ley del paralelismo explica y especifica el significado de la primera: Jesús es la fuente de la bendición de María.
b) “La Madre de mi Señor” (Lc 1,43) implica una homología cristológica: Jesús es proclamado Señor tanto en un sentido real y mesiánico como en un sentido trascendente y divino como será reconocido después de la resurrección. Por tanto, el título indica a María como la Ghebirah (señora) o Madre real del Mesías y al mismo tiempo Madre del Hijo de Dios.
c) “bienaventurada la que ha creído” (Lc 1,45) interpreta la respuesta de María al ángel como un acto de fe. De ello forma parte la propia maternidad mesiánica de María, que no fue sólo de naturaleza biológica. Con la fe como escucha de la palabra y obediencia, María entra en el criterio de discriminación para formar parte de la familia escatológica que formará Jesús. A pesar de haber recibido un signo (1,36-37), fue una creyente que la palabra de Dios es suficiente.
Otra propuesta para tu contemplación podría ser contemplar el encuentro – la danza entre estas dos mujeres embarazadas…
María 'se puso de pie'. Es el verbo de la resurrección. De alguna manera María ha pasado por una muerte, un vaciamiento, que Dios ha llenado de gracia y de verdad, y "resucitada" emprende su camino, con el impulso de la vida nueva de Jesús en su seno, para llegar a Aquel que puede comprender el misterio y el escándalo de su fe.
Isabel y María son dos hijas de Israel, su historia se entrelaza y se confunde con la de su pueblo; ambas están embarazadas porque, de diferentes maneras, hicieron lugar a la promesa de Dios y el bien de sus vidas se cumplió dentro de un bien mayor, un bien que nos alcanza. Son dos mujeres que han conocido lo imposible de Dios en su carne.
Isabel es avanzada en años, casada con un hombre de clase sacerdotal, y es estéril; María es una joven, comprometida con un carpintero, y es virgen; son, por tanto, muy diferentes, pero comparten el misterio de una vida recibida "por gracia" y esto disipa cualquier distancia, cualquier vergüenza, cualquier miedo al juicio: su encuentro se convierte en motivo de alegría y de bendición. Es el encuentro y la danza que nos gustaría que ocurriera al menos una vez, por qué no, a cada uno de nosotros.
Incluso antes de nacer, Jesús, en el vientre de su madre, comienza a recorrer los caminos de Galilea y Judea; incluso antes de nacer, Juan comienza a alegrarse en él, el Esperado por todos los hombres; Incluso antes de nacer, Isabel reconoció su presencia y la bienaventuranza de María "por haber creído en el cumplimiento de lo que el Señor le decía". Incluso antes de nacer, María se hace discípula de aquel Hijo, que "al entrar en el mundo dice: He aquí, vengo a hacer tu voluntad, oh Dios". Hay, pues, algo que sucede también en el tiempo de la espera, la espera de quien camina en la fe hacia la luz que no conoce ocaso.
Cada día el Señor Jesús camina por nuestras calles, viene a nuestro lado de las más diversas maneras, su vida en nosotros es la que marca la diferencia. Él es el destino y la bienaventuranza de quien escucha la palabra de Dios y la pone en práctica, incluso en los días difíciles y oscuros, cuando creer parece poco inútil, ir contra la corriente y estar exactamente donde no se quiere estar.
Y si María es bendita entre las mujeres no en sentido excluyente sino inclusivo, es decir, entre todos, entonces escuchar a Dios es también escuchar a los hermanos entre los que vivimos. Cada día, como Isabel, estamos llamados a reconocer los signos de la presencia del Señor, dondequiera que se encuentren, para bendecir a Dios y alegrarnos de él y del bien que todavía hace entre nosotros. Cuánta esperanza trae el bien reconocido y bendito, el bien que ya existe en la vida cotidiana de muchas personas, jóvenes y mayores, el bien que no hace ruido, no hace audiencia.
Cada día, al atardecer, antes de que la oscuridad lo envuelva todo, la Iglesia canta el Magnificat, el canto de María, que se hace eco del de otras mujeres de su pueblo: Miriam, hermana de Moisés, Ana, madre de Samuel... Un canto de confianza y de esperanza, que acompaña el tiempo de espera e ilumina las tinieblas de la noche: Dios no deja nunca de visitarnos en los pliegues y heridas de nuestra existencia. Podemos creer y esperar que ya ahora, en nuestra irremplazable adhesión a la Palabra y al Espíritu, esté en gestación ese mundo nuevo en el que los poderosos sean derribados de sus tronos, los humildes sean exaltados, los hambrientos sean colmados de bienes y el abrazo de misericordia alcance todo y a todos.
Etiquetas