"No es María la que es catapultada al cielo, sino que es el cielo el que desciende a Nazaret" Tota pulchra est
María. La niña de Nazaret. La esperanza. El título «madre» parece proyectar a María no hacia un cielo lejano. No es María la que es catapultada al cielo, sino que es el cielo el que desciende a Nazaret
Nazaret, una pequeña ciudad de 150-200 habitantes que nadie conoce. «¿Qué bien, qué de bueno puede venir de Nazaret?», pregunta Natanael al comienzo del evangelio de Juan
No sólo eso, sino que el ángel hace una visita a María, una adolescente, tan desconocida como el pueblo donde vive
No sólo eso, sino que el ángel hace una visita a María, una adolescente, tan desconocida como el pueblo donde vive
María. La niña de Nazaret. La esperanza. El título «madre» parece proyectar a María no hacia un cielo lejano. No es María la que es catapultada al cielo, sino que esel cielo el que desciende a Nazaret. Nazaret, una pequeña ciudad de 150-200 habitantes que nadie conoce. «¿Qué bien, qué de bueno puede venir de Nazaret?», pregunta Natanael al comienzo del evangelio de Juan. No sólo eso, sino que el ángel hace una visita a María, una adolescente, tan desconocida como el pueblo donde vive.
Para Dios no hay espacio sin esperanza. Todo Nazaret, cualquier Nazaret, puede ser visitado por Dios. Y allí donde Dios llega, suceden cosas nuevas y extraordinarias.
Dios suscita siempre encuentro y relación: concepción maravillosa, maternidad divina, encarnación salvadora. María es la virgen desposada. María es llamada también con un segundo nombre, que designa bien el acontecimiento que tuvo lugar en ella ya través de ella: «llena de gracia». El acontecimiento, pues, es ante todo un nombrar. El mundo de las relaciones necesita llamar «por su nombre» y ser llamado por su nombre. El Hijo de Dios será Jesús, es decir, “Dios salva”.
Donde llega Dios, todo recobra la esperanza. Todo. Este es el sentido también de lo inmaculado, de lo sin pecado desde el principio, desde el nacimiento. María, de hecho, puede verse como esta «felicidad de los comienzos», sin sombras, sin límites. De esta belleza original. De aquella felicidad sin sombras del final. María es la mujer que se sitúa entre dos paraísos: el paraíso perdido del principio, la Inmaculada, y el paraíso esperado del final, la Asunta.
La Madre está llena de un simbolismo extraordinario que mantiene viva la esperanza, la esperanza que siempre necesitamos. La que necesitamos también ahora en estos tiempos de inquietud. La madre que es virgen, la mujer inmaculada y la madre en el paraíso, ofrecen una buena razón para que creamos esta sorprendente esperanza que no engaña ni defrauda.
En los Evangelios, María aparece como una mujer de pocas palabras, sin grandes discursos ni protagonismo, pero con una mirada atenta que sabe custodiar la vida y la misión de su Hijo y, por tanto, de todo lo que Él ama
En los Evangelios, María aparece como una mujer de pocas palabras, sin grandes discursos ni protagonismo, pero con una mirada atenta que sabe custodiar la vida y la misión de su Hijo y, por tanto, de todo lo que Él ama. Su última palabra, todo un testamento de la vida creyente: “Haced lo que Él os diga”. Supo custodiar los inicios de la primera comunidad cristiana, y así aprendió a ser madre de una multitud. Se acercó a las situaciones más diversas para sembrar esperanza. Acompañó las cruces cargadas en el silencio del corazón de sus hijos.
María nos ha dado el calor materno, el calor que nos envuelve en medio de las dificultades; el calor materno que no permite que nada ni nadie apague en el seno de la Iglesia la revolución de la ternura inaugurada por su Hijo. Donde hay una madre, hay ternura. Celebrar la maternidad de María como Madre de Dios y madre nuestra siempre significa recordar una certeza que nos ha alumbrado, nos acompaña y nos guiará: somos un pueblo con Madre, no somos huérfanos.
Tota pulcra est. Muchas de las figuras bíblicas son hermosas porque no son ni científicas, ni supercapaces, ni superdotadas. Cuando María recibe el anuncio del ángel, es una mujer muy joven, asustada pero abierta a comprender el plan de Dios para ella. No está preparada, no lo sabe todo, no está segura. La belleza en ella –como en todos nosotros– no brilla de inmediato, no es un efecto cinematográfico. Es el fruto de un viaje. Es un anhelo profundo. Es una disposición interna. Es el deseo de vivir en la belleza, intentando no perderla nunca. Es la belleza llena de la gracia divina.