Solemnidad de Todos los Santos La santidad es el adorno de nuestra casa (Salmo 93, 5)
"La santidad cristiana no es otra cosa que la caridad plenamente vivida"
"La santidad no es la perfección"
"Deberíamos recordarnos más a menudo que la santidad no es perfección, tener el valor de superar cierta apología que hace a los santos tan distantes, tan únicos y tan, a veces, inhumanos"
"Deberíamos recordarnos más a menudo que la santidad no es perfección, tener el valor de superar cierta apología que hace a los santos tan distantes, tan únicos y tan, a veces, inhumanos"
En los primeros tiempos del cristianismo, a los miembros de la Iglesia se les llamaba también “los santos”. En efecto, el cristiano ya es santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su Misterio Pascual, pero al mismo tiempo debe llegar a serlo, conformándose cada vez más íntimamente con Él. “Por tanto, nosotros también, rodeados de una nube tan grande de testigos, despojándonos de todo lo que nos pesa y del pecado que nos asedia, corramos con perseverancia en la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Hb 12, 1s).
“A veces se piensa que la santidad es una condición de privilegio reservada a unos pocos elegidos. En realidad, llegar a ser santo es tarea de todo cristiano, es más, podríamos decir, ¡de todo hombre! San Pablo escribe que Dios nos ha bendecido desde siempre y nos ha elegido en Cristo ''para que seamos santos e irreprochables ante Él en el amor'' (Ef 1,3-4). Por tanto, todos los seres humanos están llamados a la santidad, que consiste, en definitiva, en vivir como hijos de Dios, en aquella ''semejanza'' con Él según la cual fueron creados'” (Benedicto XVI).
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“Los santos -subraya el Papa Francisco- no nacen perfectos, son como nosotros, como cada uno de nosotros, personas que, antes de alcanzar la gloria del cielo, vivieron una vida normal, con alegrías y penas, dificultades y esperanzas. Todos estamos llamados a recorrer el camino de la santidad y este camino tiene un nombre y un rostro, el de Jesús. Él, en el Evangelio, nos muestra el camino: el de las bienaventuranzas. El Reino de los cielos, en efecto, es para los que no ponen su seguridad en las cosas, sino en el amor de Dios; para los que tienen un corazón sencillo y humilde; que no presumen de justos y no juzgan a los demás; para los que saben sufrir con los que sufren y alegrarse con los que se alegran; para los que son misericordiosos y tratan de ser constructores de reconciliación y de paz”.
La santidad, la plenitud de la vida cristiana, no consiste en realizar hazañas extraordinarias, sino en estar unidos a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La medida de la santidad viene dada por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por cuánto, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida a la suya.
La santidad cristiana no es otra cosa que la caridad plenamente vivida. “Dios es amor; el que permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Ahora bien, Dios ha derramado abundantemente su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (cf. Rm 5, 5); por tanto, el don primero y más necesario es la caridad, por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Él.
Pero, ¿cómo hacerlo? En el camino de nuestra vida fijémonos en los “mojones” que Dios pone en nuestra senda, en todos aquellos santos, canonizados o no, que son ejemplo e incentivo para que nosotros también recorramos el camino de la santidad, que es la medida misma de la vida cristiana.
Estemos abiertos a la acción del Espíritu Santo, que puede transformar nuestras vidas, para que también nosotros seamos como teselas en el gran mosaico de santidad que Dios está creando en la historia, para que el rostro de Cristo brille en la plenitud de su resplandor.
En este día en que recordamos la santidad, en que se nos invita a volver a la gran imagen de las bienaventuranzas, que inaugura el Sermón de la Montaña fundando el Reino en su camino a través de la historia, nos será útil recordar que la santidad no es la perfección. Ahí está esa lista tan asombrosa, tan contraria a como va el mundo: los pobres de espíritu, los afligidos, los mansos, los pacificadores, los limpios de corazón, los misericordiosos, los perseguidos... y ahí están los santos, que se han acercado a esas bienaventuranzas, que han conformado su vida a esas bienaventuranzas. Pero en la realidad de sus días, con su humanidad, sus limitaciones, su pensamiento, su contexto histórico y cultural. Santos, no perfectos.
Hombres y mujeres que vivieron el tiempo que les tocó vivir, que también pecaron, que también tuvieron que enfrentarse al mal, al mal de los demás, pero también al suyo propio. Un mal vencido por el bien, un mal vencido por la gracia, un mal vencido por existencias no perfectas, pero progresivamente abandonadas al amor de Dios.
Deberíamos recordarnos más a menudo que la santidad no es perfección, tener el valor de superar cierta apología que hace a los santos tan distantes, tan únicos y tan, a veces, inhumanos. A pesar de las diferencias de vida y de época, los santos quizás tenían esto en común: confiar en la bondad de Dios y en la gratuidad de su misericordia. Y, a partir de ahí, recomenzar, reconstruir, fundar una vida antes que fundar obras. Asumir la realidad, ser conscientes de que para el hombre todo pasa, mientras que para Dios todo permanece, misteriosamente, presente y redimido.
Debemos aprender a hablar de santidad hablando de humanidad y de realidad, no excluyendo, no mutilando. La santidad no se da sin asumir plenamente la realidad, con toda su carga de sombras; la santidad no se da sin confiar en las partidas y en los re-comienzos, sin confiar en el camino, sin confiar en la vida.
“En Dios vivimos, nos movemos y existimos”, escribe San Pablo (Hch 17,28). Por eso, es muy natural ver en todas partes las huellas de nuestro Creador y Señor, y remontarse a Dios en todo lo que nos rodea. También la música es una escalera que conduce a Dios.
¿Qué es un acorde suspendido? Los acordes suspendidos se definen como aquellos acordes que, como su nombre indica, son capaces de crear ‘suspensión’ o tensión hacia una resolución armónica. Como un ‘acorde suspendido’, nuestro ser sólo se realiza plenamente si se ‘resuelve’ en Dios. ¿No es acaso cierto que en el corazón de todo ser humano existe un profundo anhelo, un anhelo de Alguien capaz de saciar la sed de amor, alegría y sentido que nos une a todos?
Ahora bien, “nuestro corazón está inquieto si no descansa en Dios”, dice San Agustín. Incluso las cosas bellas que experimentamos, como la amistad o la música o lo que sea, no hacen sino aumentar esta tensión interior y predisponernos al encuentro con Dios.
Detenernos sólo en ellas sería como pararnos ante una señal que indica el destino al que nos dirigimos, sin seguir adelante para alcanzarlo. En cambio, nos dicen: “Mira por encima de nosotros. No somos Dios. De Él procedemos”. Dios habla siempre a nuestro corazón, llegando a nosotros de diversas maneras, pero no se impone, sino que susurra suavemente a nuestro corazón; si lo acogemos, nuestra vida será como una melodía lograda.
Hagamos nuestras las palabras de san Agustín: “Tarde te he amado, Belleza tan antigua y tan nueva; ¡tarde te he amado! Tú estabas dentro de mí, y yo estaba fuera, buscándote aquí, arrojándome deforme, sobre las bellas formas de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían de ti criaturas que, si no existieran en ti, no existirían en absoluto. Me has llamado, y tu grito ha vencido mi sordera; has brillado, y tu luz ha vencido mi ceguera; has esparcido tu perfume, y lo he respirado, y ahora te anhelo; te he probado, y ahora tengo hambre y sed de ti; me has tocado, y ahora ardo en deseos de tu paz”.
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