Carta semanal de Carlos Osoro La revolución de la ternura
Acabo de leer El Papa de la ternura, que presenté el martes en Madrid junto a su autora, Eva Fernández. Comienza con una carta que el propio Papa Francisco le dirige a ella en la que, entre otras cosas, subraya que «la cultura de hoy tiende a olvidarse de esta actitud tan evangélica… ¡Qué bien nos hará recuperar la eficacia de la caricia como nos la piden los niños y responder a la cultura de la prescindencia y del descarte con la revolución de la ternura! Gracias por haber escogido este tema». Con estas palabras del Sucesor de Pedro en la cabeza, quiero entregaros algunas ideas sobre la hondura que tiene el mensaje evangélico de la ternura.
La revolución de la ternura viene confirmada por el mensaje del mandamiento nuevo del amor. Amor y ternura no son dos realidades paralelas en el Evangelio, sino que la una exige a la otra. De tal manera que la ternura sin el Evangelio de la caridad, del amor, quedaría privada de fundamento. La ternura no es un sobreañadido al mensaje del Evangelio sobre el amor; de alguna manera, podríamos decir que es su corazón. Hay una expresión bíblica que quizá nos ayude a entenderlo: «No endurezcáis el corazón». Qué bien nos hace entender el Señor que el corazón evoca la profundidad del ser humano. Sí, esa profundidad donde está el origen de las opciones de orden moral, de amor o de odio, de paz o de violencia. Y cuando hablamos del corazón de Dios, lo que estamos recordando es la ternura fiel y para siempre: «El hombre mira las apariencias, pero Dios ve el corazón» (Sam 16, 7).
Volvamos a los profetas, pues nos ayudarán a entender lo que es la revolución de la ternura. Fijémonos en lo que dice Jeremías: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31, 33) o en lo que señala Ezequiel: «Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26). Porque la nueva ley trae la revolución de la ternura; no va a estar grabada en tablas de piedra, estará grabada en las tablas del corazón. Tiene que haber un trasplante de corazón. También san Pablo nos habla de esta revolución de la ternura: «Vosotros sois nuestra carta, escrita en vuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres […] no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Cor 3, 2-3).
Asimismo, el tema del corazón es esencial en el Evangelio. Nos está remitiendo a la interioridad del ser humano y a la verdad que se requiere en la acogida de la salvación para no caer en la dureza, la incomprensión o la negativa de seguir a Jesús. Todo se juega en el corazón. Qué alcance tan grande tienen esas palabras de Jesús: «Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón». En definitiva, todas las opciones del hombre surgen de esa profundidad; de ahí que se nos pida amar a Dios con todo el corazón. La referencia constante al corazón en el Evangelio de san Juan nos hace ver la importancia que tiene; sin él no entendemos el mensaje de Jesús. Os remito a palabras que se utilizan: amad, haced el bien, bendecid, rogad, dad, no se lo reclames, tratad como queréis que os traten, amad a los enemigos, prestad sin esperar nada a cambio, sed compasivos, no juzguéis, no condenéis, perdonad... Solamente la ternura amorosa que se convierte en solicitud atenta y servicio misericordioso al prójimos es signo de reconocimiento del Dios de la salvación.
La revolución de la ternura no es simplemente de naturaleza ética o moral, sino pascual; el amor de ternura brota del mismo Jesús y de la alianza nueva que Él inaugura en su persona con el acontecimiento de Muerte y Resurrección. Quizá venga bien entregaros tres imágenes de la ternura que aparecen claras en el Evangelio:
1. El buen samaritano (Lc 10, 25-37). A Jesús un doctor de la ley le pregunta una cuestión de orden académico: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». La respuesta de Jesús fue inmediata: «¿Qué está escrito en la Ley?». El interlocutor responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo». Jesús concluye: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida» (cfr. 9, 25-28). El doctor experto en la Ley creía que había planteado una pregunta que no se podía responder con dos palabras, por eso insiste otra vez: «¿Y quién es mi prójimo?». El doctor de la Ley quería poner entre la espada y la pared a Jesús. En el judaísmo se interpretaba «ama a tu prójimo» como «ama a tu compatriota». Y Jesús responde con una parábola, situándola en una peligrosa curva que hay entre Jerusalén y Jericó, en la que muestra si uno es o no prójimo del necesitado. Al terminar la parábola pregunta al doctor: «¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». La respuesta no dudó en darla el doctor de la Ley: «El que practicó la misericordia con el herido». Y la respuesta de Jesús fue clara: «Anda y haz tú lo mismo».
2. El hijo pródigo (Lc 15, 11-32). Debiéramos llamarla parábola del padre misericordioso y de sus dos hijos llamados a la conversión y reconciliación. El centro de la parábola es el padre. El milagro no consiste en el arrepentimiento del hijo menor, sino en la manifiesta ternura del padre que es capaz de perdonar y acoger de nuevo a su hijo. Lo extraordinario es la ternura de Dios que anula el pecado del hombre y, al mismo tiempo, es una ternura misericordiosa que nos revela la profundidad del pecado: el hijo se había negado a dejarse amar y había huido del amor para obrar por su cuenta. El hijo mayor se irritó: tiene también necesidad de conversión y reconciliación tanto o más que el hijo menor. Y una vez más el padre toma la iniciativa y habla al mayor con ternura y comprensión. El hijo mayor no sabe apreciar el don de ser hijo, no sabe amar. La parábola presenta la manifiesta ternura de Dios que puede resucitar a los hijos si se abren a ella y se hacen capaces de ternura el uno al otro. Es una invitación a eliminar el espíritu de revancha, de rivalidad, y entrar en el espíritu de respeto y de fraternidad abierta siempre al perdón.
3. El fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14). Dos personajes en contraposición, el publicano y el fariseo, que representan dos posiciones extremas: el observante de la Ley y separado de todos los demás, que se siente en pureza legal, y el recaudador de impuestos considerado por sus paisanos como un explotador y colaborador de los romanos. La parábola intenta desenmascarar el egoísmo sin medida y, por tanto, las apariencias; desenmascara una concepción de la religión con apariencias de piedad, de oración. Dios no puede ser tapadera o instrumento de quien considera que no hay que pedirle nada; el referente del fariseo no es Dios, es él mismo. El publicano, en cambio, se mantiene lejos de Dios, de rodillas, callado y, sin levantar la cabeza, suplica. Es la plegaria de un pobre que se entrega y pone la vida en manos de Dios; formula el estado en que se reconoce como un pobre pecador. Y Dios le reconoce y recibe misericordia.
Os invito a no quedarnos en la simple lectura de esta reflexión en voz alta. Sintamos la llamada a realizar la revolución de la ternura que Jesús comenzó. Esta no se puede hacer sin acoger en nuestra vida el amor y la ternura de Dios. Quizá podamos elegir de estas tres parábolas aquel personaje en el que en estos momentos de nuestra vida nos sintamos más identificados, sabiendo que, estemos como estemos, el Señor nos reconoce, nos ama y hace bajar su ternura llena de amor sobre nosotros para cambiarnos el corazón.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Card. Osoro, arzobispo de Madrid