La parroquia de Santa Ana vivió de cerca los enfrentamientos entre radicales y la Policía El precio de la paz: desde el corazón de Barcelona
"Tras la dura sentencia a los líderes políticos del movimiento por la independencia de Cataluña asistimos a un nuevo escenario: la paz está rota. El salto cualitativo tiene un indicador claro en las calles"
"La solución pasa por mediadores externos al conflicto que arbitren propuestas posibles de salida"
La parroquia de Santa Ana vivió de cerca los enfrentamientos entre radicales y la PolicíaEscribo estas líneas desde la parroquia de Santa Ana junto a la plaza de Cataluña, tras un día agitado. Por la mañana huelga general, por la tarde manifestación pacífica masiva y por la noche duros enfrentamientos entre jóvenes y la policía. Algo más grave está pasando.
Tras la dura sentencia a los líderes políticos del movimiento por la independencia de Cataluña asistimos a un nuevo escenario: la paz está rota. El salto cualitativo tiene un indicador claro en las calles. Los que vivimos y conocimos el proceso político en el País Vasco y ahora conocemos y vivimos el proceso político en Cataluña sabemos que la paz, aunque parezca consolidada, es un bien demasiado frágil. Aunque aparentemente parezca consistente puede ser un espejismo, lo que pasó una vez puede volver a pasar.
El fracaso de la acción política desde los dos frentes en conflicto muestra la ausencia de un verdadero liderazgo ético. La democracia tiene un problema: el uso perverso de los votos. La manipulación favorece los extremos y los excesos rompen la paz. La historia de la violencia en el País Vasco mostró, una vez más, hasta qué punto la paz se destruye antes que en las calles en las conciencias, para aflorar como espiral duradera enquistándose. Se necesitaron 31 años de democracia para llegar a la tregua y tras ella al momento actual de equilibrio limitado.
¿Cuál es el precio de la paz? La cesión en las posiciones de los dos grupos sociales en conflicto. Pero hoy nadie puede ceder sin perder votos. Aquí radica la malignidad e impotencia de las democracias que actúan contra el bien común. El que ceda, perderá votos y espacio político, aunque ayudará a la resolución. Sin embrago, todos desean la derrota del adversario. Esperemos que, en este escenario, el futuro sea solo dramático-conflictivo y no trágico.
¿Cómo están los antagonistas? Cada vez más desgastados y frustrados en ambas partes. Las lecturas simplistas, interesadas y, en definitiva, afectadas, aumentan impidiendo el reconocimiento del otro, de su identidad diferente, de sus intereses o de su dolor. La diferencia de visiones en los medios de comunicación es un síntoma de la enfermedad. Cuando no se ve una salida, se piensa en la peor salida. Ninguno somos inmunes a la violencia. No es fácil limpiarse las manos cuando desgraciadamente se ensucian en el conflicto.
¿Hay alguna salida? El respecto de las leyes es necesario pero no suficiente para alcanzar una salida. El resultado social del juicio a los líderes políticos y sociales es la consecuencia de esta incapacidad. El derecho limita y garantiza pero no posibilita ni motiva una solución. La afirmación de que estamos es una democracia madura es demasiado prepotente para ser cierta. Ninguna democracia es lo suficientemente madura y está perpetuamente en construcción. Y en estos momentos la solución pasa por mediadores externos al conflicto que arbitren propuestas posibles de salida.
¿Ha llegado el momento? Desgraciadamente no, siempre se espera la derrota del otro. La historia humana de los conflictos demuestra que hasta que no se acumula más sufrimiento y hasta que éste afecte más radicalmente a la vida ordinaria de muchos, la salida se retrasa. Se espera la victoria de la propia posición. Instalados en la ceguera de pensar que si pierden los otros ganamos nosotros. A esto lo llamamos, en filosofía y teología, el problema del mal. Salimos adelante no cuando ganamos sobre los otros sino cuando salimos de forma acordada.
¿Qué podemos hacer? Dos tareas, por ahora insuficientes pero imprescindibles. La primera, aliviar los sufrimientos escuchando al otro, la otra cadena o periódico del que habitualmente leo o escucho, el argumento del que no me convence y, sobre todo, la vivencia del contrario. Y además, aportar clarividencia: los lúcidos no son los que tienen razón sino los que vislumbran y ofrecen una salida posible.