Más Iglesia y menos Papa
¿Por qué América latina celebra el nombramiento de Francisco? Porque es natural ser algo niños. El chovinismo es infantil. Estamos felices de que haya “ganado” uno de los nuestros. Pero hay una razón más importante. Con Francisco está en juego que se nos considere adultos, y no más niños. Los latinoamericanos estamos cansados de ser tratados como menores de edad. Con quinientos años de historia creemos que podemos hacer las cosas a nuestra manera. Llegó la hora. Justo cuando nuestra adolescencia amenazaba una ruptura fatal con la paternidad europea.
Hasta hace poco, y aún en buena medida, hemos padecido a la Santa Sede como una monarquía absoluta. Los últimos papas cuadraron la Iglesia con la doctrina. Los nombramientos episcopales, en su gran mayoría, recayeron en personas inobjetables desde un punto de vista doctrinal pero muy poco audaces, sin todo el arrojo evangélico necesario. Las presiones y el control de la curia romana han hecho que no pocos parezcan obispos asustadizos. Cuántos de ellos llegaron a las oficinas romanas acoquinados, pidiendo permiso y perdón, como si no fueran pastores en propiedad de sus diócesis. Hubieron de ser ortodoxos doctrinalmente, porque les pareció peligrosa la ortopraxis: discernir qué hacer ante los signos de los tiempos de América latina y crear, imaginar alternativas y correr el riesgo de implementarlas.
El vértigo a la libertad que el Vaticano II generó, ha sido probablemente la causa del encogimiento de nuestras iglesias. Recién cuando empezábamos a forjar una Iglesia auténticamente latinoamericana, con nuestra teología propia, comunidades y liturgias adecuadas a nuestra realidad cultural, nos cortaron las alas. Castigaron a nuestros teólogos. Encerraron a los seminaristas en claustros que los protegían de sus contemporáneos, cuando no de su propia humanidad. Todo debió ajustarse milimétricamente a una sola visión, a la única manera de pensar posible, la de la Curia, que explotó el nombre del Papa a tal grado que terminó por corromper el prestigio de la Santa Sede. En pos de la unidad, todos debimos ser iguales. Se nos obligó a cerrar filas frente a un mundo adverso y en contra del pluralismo; debimos, así, neutralizar nuestra propia diversidad. Nos habíamos ilusionado con el Concilio, pues respondía a nuestro anhelo de Iglesia católica más profundo. A fuerza de miedo, empero, se nos hizo retroceder a antes del Vaticano II. Los pontífices no parecían deberle nada a nadie. Por el contrario, los demás debían considerarse deudores de su beneplácito.
Francisco, en cambio, asume pidiendo la bendición del pueblo de Dios. No se cita a sí mismo. Cita a las conferencias episcopales de todas las regiones eclesiásticas del planeta. La diferencia es radical. Como “obispo de Roma”, restringiéndose a su diócesis hará posible que los demás obispos del mundo puedan respirar y hacerse cargo de las suyas sin temor a equivocarse. Él, el Papa, habla sin papeles. Puede equivocarse. Las improvisaciones y gestos espontáneos son ocasión de errores, quién no lo sabe. Pero así da el ejemplo contrario. Un Papa falible libera a los cristianos, a la jerarquía y al clero de la necesidad de ser infalibles y de la maldición de aparentarla. Francisco, no teme ponerse una nariz de payaso para identificarse con quienes transmiten el Evangelio jugando, alegrando la vida a niños y personas devorados por la tristeza. Un papa que juega, con una pelota roja en la cara, sí es infalible. Pues se atina con la libertad cristiana, cuando el criterio último de su actuación es el amor. La infalibilidad evangélica estriba en el amor. Busca la manera de liberar a los demás para que también estos puedan hacerse responsables de sus vidas y de la de los demás con inventiva, con más discernimiento que con anatemas.
A Francisco le falta una sola cosa: desaparecer. Hasta el momento ha hecho las cosas bien, porque a causa de su audacia probablemente ha cometido más de un error. Sus errores autorizan a ensayar y a equivocarse. ¿Tendrá su sucesor que parecérsele? Ojalá que sea él mismo y no un imitador de Francisco. Lo decisivo será que Francisco mengüe en importancia para que prosperen las iglesias de todo el mundo. Que lo haga ahora, que deje instalada la tendencia. Para que su sucesor no se angustie con “salvar” la Iglesia en vez de inventar, no sin todas las iglesias, un mundo nuevo, mejor, más hermoso, más libre.
Hasta hace poco, y aún en buena medida, hemos padecido a la Santa Sede como una monarquía absoluta. Los últimos papas cuadraron la Iglesia con la doctrina. Los nombramientos episcopales, en su gran mayoría, recayeron en personas inobjetables desde un punto de vista doctrinal pero muy poco audaces, sin todo el arrojo evangélico necesario. Las presiones y el control de la curia romana han hecho que no pocos parezcan obispos asustadizos. Cuántos de ellos llegaron a las oficinas romanas acoquinados, pidiendo permiso y perdón, como si no fueran pastores en propiedad de sus diócesis. Hubieron de ser ortodoxos doctrinalmente, porque les pareció peligrosa la ortopraxis: discernir qué hacer ante los signos de los tiempos de América latina y crear, imaginar alternativas y correr el riesgo de implementarlas.
El vértigo a la libertad que el Vaticano II generó, ha sido probablemente la causa del encogimiento de nuestras iglesias. Recién cuando empezábamos a forjar una Iglesia auténticamente latinoamericana, con nuestra teología propia, comunidades y liturgias adecuadas a nuestra realidad cultural, nos cortaron las alas. Castigaron a nuestros teólogos. Encerraron a los seminaristas en claustros que los protegían de sus contemporáneos, cuando no de su propia humanidad. Todo debió ajustarse milimétricamente a una sola visión, a la única manera de pensar posible, la de la Curia, que explotó el nombre del Papa a tal grado que terminó por corromper el prestigio de la Santa Sede. En pos de la unidad, todos debimos ser iguales. Se nos obligó a cerrar filas frente a un mundo adverso y en contra del pluralismo; debimos, así, neutralizar nuestra propia diversidad. Nos habíamos ilusionado con el Concilio, pues respondía a nuestro anhelo de Iglesia católica más profundo. A fuerza de miedo, empero, se nos hizo retroceder a antes del Vaticano II. Los pontífices no parecían deberle nada a nadie. Por el contrario, los demás debían considerarse deudores de su beneplácito.
Francisco, en cambio, asume pidiendo la bendición del pueblo de Dios. No se cita a sí mismo. Cita a las conferencias episcopales de todas las regiones eclesiásticas del planeta. La diferencia es radical. Como “obispo de Roma”, restringiéndose a su diócesis hará posible que los demás obispos del mundo puedan respirar y hacerse cargo de las suyas sin temor a equivocarse. Él, el Papa, habla sin papeles. Puede equivocarse. Las improvisaciones y gestos espontáneos son ocasión de errores, quién no lo sabe. Pero así da el ejemplo contrario. Un Papa falible libera a los cristianos, a la jerarquía y al clero de la necesidad de ser infalibles y de la maldición de aparentarla. Francisco, no teme ponerse una nariz de payaso para identificarse con quienes transmiten el Evangelio jugando, alegrando la vida a niños y personas devorados por la tristeza. Un papa que juega, con una pelota roja en la cara, sí es infalible. Pues se atina con la libertad cristiana, cuando el criterio último de su actuación es el amor. La infalibilidad evangélica estriba en el amor. Busca la manera de liberar a los demás para que también estos puedan hacerse responsables de sus vidas y de la de los demás con inventiva, con más discernimiento que con anatemas.
A Francisco le falta una sola cosa: desaparecer. Hasta el momento ha hecho las cosas bien, porque a causa de su audacia probablemente ha cometido más de un error. Sus errores autorizan a ensayar y a equivocarse. ¿Tendrá su sucesor que parecérsele? Ojalá que sea él mismo y no un imitador de Francisco. Lo decisivo será que Francisco mengüe en importancia para que prosperen las iglesias de todo el mundo. Que lo haga ahora, que deje instalada la tendencia. Para que su sucesor no se angustie con “salvar” la Iglesia en vez de inventar, no sin todas las iglesias, un mundo nuevo, mejor, más hermoso, más libre.