El sacerdote es el tema
Se ha reactivado un proceso de aggiornamento en la Iglesia católica. Tarde o temprano tendrá que abordarse un tema clave: El sacerdote. Digo sacerdote, no sacerdocio, porque la persona misma del sacerdote y su ministerio actual, permiten comprender teológicamente el sacerdocio como tal.
El Concilio Vaticano II puso al bautismo como fuente de un “sacerdocio común de todos los fieles” que forman en conjunto un pueblo sacerdotal. Ese sacramento es el fundamento de las relaciones entre los cristianos y de su organización institucionalizada como Iglesia. Pero el Concilio no redefinió suficientemente la función del sacerdocio ministerial, con lo cual quedaron legítimamente abiertos dos modos de ser sacerdote que, ha terminado de verse, son muy difíciles de compatibilizar. En lo inmediato, el Vaticano II impulsó una enormidad de innovaciones que fueron exigiendo un tipo de sacerdote mucho más expuesto a la realidad y a los cambios culturales. Su intuición encarnacionista estimuló la recuperación del carácter existencial del sacerdocio del hombre Jesús que entregó su vida puertas afuera del templo. Pero el mismo Concilio no abrogó el paradigma sacerdotal anterior que subrayaba la separación entre lo sagrado y lo profano; y entre el sacerdote y los laicos. Así las cosas, la reacción posconciliar en contra de la redefinición del sacerdote que se abría paso entre pruebas y errores, fue indiscutiblemente legítima: La formación sacerdotal protegió a la persona del futuro ministro, remarcando la dignidad de su identidad y precaviéndolo contra los peligros de la galopante secularización cultural.
El gran Concilio dejó planteada una alternativa crucial. Por el mero hecho de redescubrir la índole secular del cristianismo, puso entre paréntesis las articulaciones que en él distinguen y relacionan lo sagrado y lo profano, en particular al mismo sacerdote, su identidad y la modalidad de su desempeño. ¿Habría sido todo más fácil si hubiera aclarado que la versión tradicional del sacerdote, en la época actual, es inviable? El caso es que los esfuerzos por re-sacralizar al clero han dado como resultado un crisis gigantesca de distanciamiento entre la institución eclesiástica y la vida de los católicos laicos (y la de muchos sacerdotes también). Un Papa Francisco aplaudido por el Pueblo de Dios por intentar superar esta separación, es prueba de que el retorno al sacerdote que ofrece una víctima humana en el ara del sacrificio, de espaldas a una sociedad que ha creado otros instrumentos para conjurar la violencia, no es comprensible y solo tiene un futuro cada vez más raro.
Sin embargo, la alternativa contraria no ha logrado tampoco probar su viabilidad. ¿Qué sacerdote puede hoy vivir abierto a la realidad, como lo hizo Jesús, procesando en su corazón todas las contradicciones de la vida actual, todas estas en circunstancias de revolución paradigmática? El “sacrificio” del mero amor secular, practicado y enseñado por un ser humano expuesto a toda vicisitud humana posible, supone una vocación, un carácter, una formación y una fortuna escasa de encontrar. Lo podrá un sacerdote que ame de veras. Un apasionado por el Reino, un iluminado concentrado por completo en la pasión de Dios por el mundo. Pero lo que le significó amar en el siglo XX no será lo mismo que hacerlo en el XXI.
Menciono solo tres exigencias culturales mayores: La vida se ha democratizado. Incluso se han debilitado las barreras que posibilitan el ejercicio fluido de la autoridad. Es hoy mucho más fácil pedir cuentas o poner obstáculos a las personas investidas de algún poder. La gente no tolera abusos. Tampoco los perdona fácilmente.
Hoy, además se exige publicidad a las instituciones con fines públicos. Si una institución pretende alcanzar objetivos privados normalmente no tiene obligación de trasparentar su operación. Pero si la institución tiene una pretensión de bien común debe exponer sus estrategias y su ideología en el foro de los medios de comunicación social. El escrutinio público es indispensable. E implacable.
Por último, la cultura actual valora enormemente la sexualidad y el cultivo de la intimidad afectiva. No se puede desconocer que las transformaciones culturales en este plano decisivo de la vida son enormes y que aún no sabemos cómo la humanidad llegará a ordenarse en este campo. En lo inmediato, la cultura predominante mira con recelo y con sospecha la abstención sexual y afectiva de un ser humano, aun cuando ella esté motivada por las razones más nobles.
Estos tres cuestionamientos no se plantearon con igual incisividad hace cincuenta años. Si al tiempo del Vaticano II hubiesen sido patentes, el Concilio habría sido tal vez más cauto. ¿Habría subordinado, como quiso hacerlo, el sacerdocio ministerial al sacerdocio común de los fieles? El sacerdote, en los años sucesivos, ha debido enfrentar progresivamente estos tres cuestionamientos, y otros más, no como simples enemigos que se tienen delante. Pues los lleva adentro, en su manera de ser, como dimensiones de su propia cultura. Antes los demás valoraban el celibato. Hoy no; el mismo sacerdote está inseguro, se pregunta si su renuncia afectiva y sexual no mengua su humanidad. Segundo, tiene pocas herramientas para explicar lo que piensa en público (púlpito, MCS, TIC); sobre todo si ha de dar razón de enseñanzas oficiales que la gente de su generación no logra comprender. Tercero, está también incómodo en su función de gobierno de la institución o comunidad que se le ha asignado. Los laicos pueden ser más cultos que él, también en su campo específico. Su desempeño está expuesto a la crítica a diario.
En suma, la condición existencial del sacerdote del posconcilio es precaria. Es él un varón sumamente vulnerable. ¿Tendrá la Iglesia que abrir el sacerdocio a las mujeres? Este es otro tema. ¿Tendrá que abrir el sacerdocio a varones casados? Este es otro asunto.
Nunca como ahora ha podido pensarse que la vocación sacerdotal consiste ante todo en un llamado de Dios. Se acabaron los aplausos. Ahora el sacerdote sabe realmente eso de que “solo Dios basta”. No espera que le celebren lo que él hace o su mera existencia. Pero, ¿se dan hoy las condiciones humanas mínimas para desempeñar un ministerio tan exigente? ¿En cuántos casos? La institución eclesiástica se hace esta pregunta o debiera hacérsela: ¿Qué está pasando con la persona del sacerdote? Este es un tema clave. Importa él como un ser humano que merece cuidado, que se puede quebrar y se quiebra, además de las consecuencias pastorales que suelen seguirse de su deterioro. Precisamente de lo que está ocurriendo con él, depende el paso adelante que la teología sobre el sacerdocio debe forzosamente dar. El aggiornamento no ha terminado
El Concilio Vaticano II puso al bautismo como fuente de un “sacerdocio común de todos los fieles” que forman en conjunto un pueblo sacerdotal. Ese sacramento es el fundamento de las relaciones entre los cristianos y de su organización institucionalizada como Iglesia. Pero el Concilio no redefinió suficientemente la función del sacerdocio ministerial, con lo cual quedaron legítimamente abiertos dos modos de ser sacerdote que, ha terminado de verse, son muy difíciles de compatibilizar. En lo inmediato, el Vaticano II impulsó una enormidad de innovaciones que fueron exigiendo un tipo de sacerdote mucho más expuesto a la realidad y a los cambios culturales. Su intuición encarnacionista estimuló la recuperación del carácter existencial del sacerdocio del hombre Jesús que entregó su vida puertas afuera del templo. Pero el mismo Concilio no abrogó el paradigma sacerdotal anterior que subrayaba la separación entre lo sagrado y lo profano; y entre el sacerdote y los laicos. Así las cosas, la reacción posconciliar en contra de la redefinición del sacerdote que se abría paso entre pruebas y errores, fue indiscutiblemente legítima: La formación sacerdotal protegió a la persona del futuro ministro, remarcando la dignidad de su identidad y precaviéndolo contra los peligros de la galopante secularización cultural.
El gran Concilio dejó planteada una alternativa crucial. Por el mero hecho de redescubrir la índole secular del cristianismo, puso entre paréntesis las articulaciones que en él distinguen y relacionan lo sagrado y lo profano, en particular al mismo sacerdote, su identidad y la modalidad de su desempeño. ¿Habría sido todo más fácil si hubiera aclarado que la versión tradicional del sacerdote, en la época actual, es inviable? El caso es que los esfuerzos por re-sacralizar al clero han dado como resultado un crisis gigantesca de distanciamiento entre la institución eclesiástica y la vida de los católicos laicos (y la de muchos sacerdotes también). Un Papa Francisco aplaudido por el Pueblo de Dios por intentar superar esta separación, es prueba de que el retorno al sacerdote que ofrece una víctima humana en el ara del sacrificio, de espaldas a una sociedad que ha creado otros instrumentos para conjurar la violencia, no es comprensible y solo tiene un futuro cada vez más raro.
Sin embargo, la alternativa contraria no ha logrado tampoco probar su viabilidad. ¿Qué sacerdote puede hoy vivir abierto a la realidad, como lo hizo Jesús, procesando en su corazón todas las contradicciones de la vida actual, todas estas en circunstancias de revolución paradigmática? El “sacrificio” del mero amor secular, practicado y enseñado por un ser humano expuesto a toda vicisitud humana posible, supone una vocación, un carácter, una formación y una fortuna escasa de encontrar. Lo podrá un sacerdote que ame de veras. Un apasionado por el Reino, un iluminado concentrado por completo en la pasión de Dios por el mundo. Pero lo que le significó amar en el siglo XX no será lo mismo que hacerlo en el XXI.
Menciono solo tres exigencias culturales mayores: La vida se ha democratizado. Incluso se han debilitado las barreras que posibilitan el ejercicio fluido de la autoridad. Es hoy mucho más fácil pedir cuentas o poner obstáculos a las personas investidas de algún poder. La gente no tolera abusos. Tampoco los perdona fácilmente.
Hoy, además se exige publicidad a las instituciones con fines públicos. Si una institución pretende alcanzar objetivos privados normalmente no tiene obligación de trasparentar su operación. Pero si la institución tiene una pretensión de bien común debe exponer sus estrategias y su ideología en el foro de los medios de comunicación social. El escrutinio público es indispensable. E implacable.
Por último, la cultura actual valora enormemente la sexualidad y el cultivo de la intimidad afectiva. No se puede desconocer que las transformaciones culturales en este plano decisivo de la vida son enormes y que aún no sabemos cómo la humanidad llegará a ordenarse en este campo. En lo inmediato, la cultura predominante mira con recelo y con sospecha la abstención sexual y afectiva de un ser humano, aun cuando ella esté motivada por las razones más nobles.
Estos tres cuestionamientos no se plantearon con igual incisividad hace cincuenta años. Si al tiempo del Vaticano II hubiesen sido patentes, el Concilio habría sido tal vez más cauto. ¿Habría subordinado, como quiso hacerlo, el sacerdocio ministerial al sacerdocio común de los fieles? El sacerdote, en los años sucesivos, ha debido enfrentar progresivamente estos tres cuestionamientos, y otros más, no como simples enemigos que se tienen delante. Pues los lleva adentro, en su manera de ser, como dimensiones de su propia cultura. Antes los demás valoraban el celibato. Hoy no; el mismo sacerdote está inseguro, se pregunta si su renuncia afectiva y sexual no mengua su humanidad. Segundo, tiene pocas herramientas para explicar lo que piensa en público (púlpito, MCS, TIC); sobre todo si ha de dar razón de enseñanzas oficiales que la gente de su generación no logra comprender. Tercero, está también incómodo en su función de gobierno de la institución o comunidad que se le ha asignado. Los laicos pueden ser más cultos que él, también en su campo específico. Su desempeño está expuesto a la crítica a diario.
En suma, la condición existencial del sacerdote del posconcilio es precaria. Es él un varón sumamente vulnerable. ¿Tendrá la Iglesia que abrir el sacerdocio a las mujeres? Este es otro tema. ¿Tendrá que abrir el sacerdocio a varones casados? Este es otro asunto.
Nunca como ahora ha podido pensarse que la vocación sacerdotal consiste ante todo en un llamado de Dios. Se acabaron los aplausos. Ahora el sacerdote sabe realmente eso de que “solo Dios basta”. No espera que le celebren lo que él hace o su mera existencia. Pero, ¿se dan hoy las condiciones humanas mínimas para desempeñar un ministerio tan exigente? ¿En cuántos casos? La institución eclesiástica se hace esta pregunta o debiera hacérsela: ¿Qué está pasando con la persona del sacerdote? Este es un tema clave. Importa él como un ser humano que merece cuidado, que se puede quebrar y se quiebra, además de las consecuencias pastorales que suelen seguirse de su deterioro. Precisamente de lo que está ocurriendo con él, depende el paso adelante que la teología sobre el sacerdocio debe forzosamente dar. El aggiornamento no ha terminado