Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto Auschwitz: cuando la tiniebla cubrió el mundo
El pasado 27 de enero, proclamado Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, recordábamos la liberación de Auschwitz. En DiáLogos nos adentramos en la memoria de esta página particularmente oscura de la historia de la humanidad. En estos tiempos en los que tanto se habla de un "mundo nuevo" post-pandemia, Auschwitz revela la necesidad de reiniciar la historia desde el punto cero de las víctimas.
| Rafael Ruiz Andrés y Francisco Javier Fernández Vallina
Querido Javier:
En nuestra última entrada hablábamos de la idea de límite y de cómo esta remite a la propia noción de lo sagrado. A lo largo de la historia de la humanidad ha habido distintos y aciagos momentos en los que todos los límites se traspasaron. Pero quizá nunca los límites fueron tan vapuleados y violados como en el universo de horror y de terror que recoge un nombre tristemente conocido: Auschwitz, cuya liberación recordábamos el pasado día 27 de enero. En el recuerdo de esta fecha, la Universidad Complutense de Madrid ha acogido entre los días 25 y 27 de enero de este año un congreso internacional en torno a los “75 años de Auschwitz en la memoria de Europa”. A lo largo de esta semana que hoy concluye, diferentes investigadores han expuesto sus reflexiones y, sobre todo, han continuado avivando la llama del recuerdo para que la memoria no desfallezca y desaparezca en la tiniebla del olvido.
Este ejercicio de recuerdo no constituye una cuestión retórica ni meramente académica, sino una obligación de carácter ético frente a esa noche oscura de la modernidad que encarna de modo particular la Shoá, cuando la tiniebla cubrió la faz del mundo. La particularidad y la universalidad de Auschwitz se convierten, de este modo, en coordenadas desde las cuales plantear nuestra condición y presente en toda su hondura.
Frente a la tentación de convertir a Auschwitz simplemente en metáfora del mal, se nos impone seguir pensando su particularidad. El horror alcanzado en los campos de la muerte responde a unas circunstancias, a unos rostros, a unos nombres, que no deben ser olvidados ni difuminados. A pesar de la existencia de ese ambiguo campo de la zona gris, sobre el que hablara Primo Levi, no podemos consentir que los rostros del verdugo y de la víctima se confundan con el paso del tiempo. Por eso, es necesario continuar adentrándonos perennemente en el análisis, la reflexión y el estudio de este periodo particularmente dramático de la historia, para tratar, así, de comprender cómo la humanidad es capaz de conducirse hasta lo incomprensible. Solo desde el respeto a su particularidad podremos hablar de Auschwitz desde su universalidad.
Aunque Auschwitz –entendido aquí como una sinécdoque– responde a unas circunstancias históricas concretas, también acoge en sí mismo los victimarios colectivos de todos los tiempos. Tantos nombres, fechas y lugares en los que esa tiniebla que representa el campo de modo particularmente macabro volvió a recubrir la faz de la tierra. Y, aún hoy, sigue recubriendo la faz de la tierra. A su vez, también apunta a la complicidad de tantos, a nuestra complicidad en la reproducción cotidiana y estructural del horror. En este sentido, las palabras del profesor Reyes Mate durante el citado congreso de la Complutense son particularmente relevantes. Frente a nuestra tendencia “empática” a identificarnos con las víctimas, a sentirnos –sin más matización– parte de ese victimario universal, Auschwitz nos interroga primeramente a cerca de cuánto tenemos nosotros de verdugos, en torno a cuáles de nuestras lógicas continúan repitiendo ad nauseam las dinámicas del horror.
Auschwitz es, de este modo, pasado y presente de la humanidad. Pero es, ante todo, la constante invitación a repensar la historia desde el punto cero que el campo de exterminio representa. En este mismo sentido, el profesor Reyes Mate señalaba cómo, frente a la necesidad de recomenzar la historia desde Auschwitz, desde la víctima, la Shoá se ha convertido más bien en un recuerdo inserto en unas lógicas que, en el fondo, no cambiaron radicalmente tras la Solución Final. Si me permites la metáfora, el recuerdo de Auschwitz arrojó unas gotas de vino sobre nuestro vaso de agua previo. Quizá lo tiñó ligeramente, pero el vaso desde el que hemos bebido ha seguido siendo el mismo. Este horror exige el cambio radical de vaso, el paso del agua al vino en el caso de nuestra metáfora.
Esto es particularmente relevante en estos tiempos. Quizá ya no tanto como al inicio, pero la pandemia fue bienvenida desde ciertas voces como una invitación a cambiar nuestras lógicas, nuestro mundo, hasta que de pronto descubrimos que lo que realmente queríamos es que nada hubiese cambiado. Hoy, desde el recuerdo de Auschwitz y en este contexto particularmente complejo, la invitación sigue siendo a empezar de nuevo. Esta vez de verdad. Esta vez desde las víctimas.
Rafael
Querido amigo Rafael:
Como si el dolor de esta terrible pandemia por cuantas vidas se han ido prematuramente y conviviendo necesariamente con el miedo y la incertidumbre, personales y colectivas, no fuera casi insoportable, nos propones, muy pertinentemente, que no soslayemos el “deber de memoria” sobre la Shoá, justo en estas fechas en las que oficialmente la propia ONU, desde 2005, nos impelió con su oportuna Declaración a no olvidarlo. Sabes bien que además es para mí un tema bien querido y te lo agradezco aún más por ello.
Quería realizar esta doble referencia para retomar durante unas líneas algún aspecto de la inagotable discusión sobre el mal “físico” y el mal “moral”, que ocupa la propia historia de la humanidad de uno u otro modo. Como tal cosa resulta inabarcable y verdadera temeridad intentar siquiera un resumen aproximado, me importa resaltar aquí lo que de ejemplar puede resultar el análisis de la Shoá como el culmen del horror que el hombre puede llegar a crear o esta pandemia por su carácter devastador global “físico”, seguramente el mayor con tal magnitud, y ambos en el tiempo de la Modernidad y en menos de un siglo.
Cuando contemplamos, de un modo comparativo, la parte mítica de la Biblia, en rigor apenas sólo los 11 primeros capítulos de su primer libro (el resto pertenece a otros géneros), y sus equivalentes de la mucho más extensa y prolija literatura mítica griega, las diferencias se nos antojan sustanciales (es apasionante releer al capítulo primero del libro de Mímesis de Auerbach, plenamente vivo y vigente, tras tanto decenios de su primera escritura), aunque que, claro es, haya analogías evidentes sobre todo en los universales antropológicos que comparten.
En el texto bíblico, tras la imponente arquitectura cosmológica y su no menor tejido teológico del primer capítulo de Génesis, de los que se enseñorea la palabra del Yahvé como el más consumado artista de la creación entre todos sus predecesores, el Dios del antiguo Israel se vuelve en los siguientes misterioso y humano a un tiempo para otorgar un significado profundo, por el que aun el hombre del siglo XXI se siente interpelado, sobre asuntos tan permanente como el anhelo de vida eterna, la ineludible sed de conocimiento y sus consecuencias y la conciencia de libertad que se abre al “bien y al mal”, es decir, a la cercanía divina y a la eminente tragedia de la primera muerte por asesinato. Tarde, mucho más tarde, vendrá el Diluvio, Noé y su Arca y la salvación in extremis de una catástrofe “física”, que la Biblia se niega a explicar alejada del mal “moral”. En Grecia, la verdadera tragedia surgía en el contexto dialéctico ya entre el “mito y el logos”, que en el pensamiento hebreo antiguo no parecía tener tal dimensión, dominada por la propia razón simbólica de su Libro y de su identidad. Esta quizá ya larga digresión trataba de poner de manifiesto el sustrato mítico tan poderoso, tan relevante, que los relatos de origen poseen, como nos recordaba ya el profesor Northop Frye, para que lleguen hasta el día de hoy con atracción tan irresistible, sobre todo cuando refleja la capacidad y responsabilidad del hombre.
Pues bien, amigo Rafael, ante Auschwitz es preciso señalar que una de sus características singulares, cuya centralidad tan bien enfatizas, es que al principio de la tragedia, durante su desarrollo hasta los “seis millones de asesinatos” e incluso tras su inmediata conclusión, la teología, la judía y el conjunto de las cristianas permanecieron prácticamente mudas ante el desgarrador silencio de Dios, que el propio papa Benedicto XVI evocó literalmente en la entrada del Campo de Auschwitz.
No hablo, claro es, de los miles de ministros y laicos de las dos confesiones religiosas, que proclamaron palabras de repudio al régimen nazi y, sobre todo, que entregaron lo mejor de sí mismos, incluida la vida propia, por salvar a puñados de víctimas inocentes. Subrayo que, tras 1945, y durante largos años, los primeros escritos que hoy tenemos como testimonios de autoridad sobre la masacre no proceden de autoridades religiosas, sino de personas que se movían entre su ateísmo sincero o un manifiesto agnosticismo. La escritura inmediata, hoy paradigmática, de Primo Levi, o incluso la previsora y original de Walter Benjamin, como “avisador del fuego”, y hasta la del primer testimonio riguroso, conocido parcialmente en fechas previas a las liberaciones de los Campos de Exterminio y sólo mucho años más tarde publicado íntegramente, esto es, el Libro Negro que realizaran Ilya Ehrenbur y Vasili Grossman con sus 38 colaboradores, distan de una posición religiosa relevante ante el Holocausto. El propio imperativo de Adorno, de 1949, tendrá mucho de moral y seguramente del análisis del espíritu de la historia de Europa y Occidente, pero muy poco de religión o teología. La construcción tan valiosa de las teologías judía, protestante y católica, será una cuestión más tardía, aunque fundamental, como lo prueba el resultado al respecto del propio Concilio Vaticano II.
El reciente Congreso que celebramos en la Universidad Complutense la semana que ahora concluye, al terminar el 75 aniversario de la Liberación de ese simbólico Campo de Exterminio en enero de 1945, dio lugar a reflexiones importantes por su rigor académico, sin duda, pero también por la voluntad de su repercusión cultural y social. Y es preciso saludar con inmensa satisfacción que fuisteis mayoría los jóvenes investigadores que tomabais con loable competencia y entusiasmo admirable el testigo preciso y necesario para garantizar el “deber de memoria”. Nuestra mayor autoridad intelectual en este campo, el profesor Reyes Mate, lanzaba desde España al mundo, en ese foro, los desafíos que tal deber tiene hoy Auschwitz como paradigma, que en modo alguno son fáciles ni acomodaticios, como bien le resumías en tus palabras, Rafael.
Es preciso, además, seguir atentos a cuantos signos y actos evocan algunas de las manifestaciones que propiciaron el ejercicio del poder del régimen nazi y la aparición de lo impensable, que hoy vuelven a reproducirse en muchos lugares del mundo, incluida la vieja Europa. Y también resulta necesario, más allá de la “fatiga de Auschwitz” y sobre todo de cualquiera de las instrumentaciones interesadas de esa memoria, como la de algunos poderes políticos y económicos, retomar una cuestión fundamental pendiente. Si la Shoá fue posible por un determinado modo de pensar y hacer desde la Modernidad, es absolutamente necesario pensar y hacer de otro modo. En ese quehacer, es preciso buscar “una nueva inocencia sin ingenuidad” y para tal concurso la ética civil de un humanismo integrador se presenta como un verdadero hogar de la alteridad, donde creyentes y no creyentes pueden construir un compromiso común.
Un cordial abrazo.
Javier