Borrón y cuenta nueva: el perdón como comienzo
Tras estos días de máxima tensión política y mediática, ¿quién no ha deseado la posibilidad de comenzar de nuevo, de volver a hablarnos de otro modo, a mirarnos de otro modo, a dirigirnos los unos a los otros de otro modo? Hoy, en DiáLogos apostamos por el perdón como el necesario comienzo de ese otro modo, nuevo y distinto.
| Javier Fernández Vallina y Rafael Ruiz Andrés
Querido Javier:
Hace años comenzamos una conversación, aún inconclusa, sobre una palabra a un tiempo común y malentendida: el perdón, que continúa constituyendo uno de los legados más valiosos de la tradición abrahámica a la cultura global. También quizá sus muchos malentendidos se vinculen al exceso de las religiones en la historia reciente y lejana, el peso del moralismo en su tradición, que ha favorecido que el perdón quede tantas veces atrapado en un imaginario de condenas o que, otras tantas, se traduzca en un vivir de espaldas a la ética, sabiendo que en último término espera un perdón incondicional. Frente a este tipo de actitud se rebeló Kant con su ética autónoma.
Sin embargo, con todos sus excesos, las tradiciones religiosas siguen constituyendo un depósito de significado del perdón, que excede su propia tradición patrimonial y puede abrazar, de modo postsecular, a nuestras sociedades plurales. ¿Qué quiero decir con esto? Que el perdón, particularmente conservado en las religiones, puede albergar claves y pistas que pueden servir de inspiración, de aliento a todos los individuos de nuestras sociedades. Una cosa es que nuestras sociedades no se rijan por parámetros religiosos y otra muy distinta es negar todo valor a la tradición religiosa. De hecho, quizá el perdón hoy sea una palabra particularmente importante para nosotros como individuos y para nuestras sociedades.
En ocasiones tenemos la sensación, más bien la necesidad, de comenzar de nuevo, de parar y tomar otra vía, tras tiempo de caminar por un sendero en el que nos adentramos, puede ser que con ilusión, pero que acababa conduciendo a paisajes no esperados y, sobre todo, no deseados. Frente a la tentación del Edén, también presente en la historia, es decir, de volver a un pasado remoto donde todo existía en una armonía más propia del mito que del transcurrir humano, el perdón se erige como esa posibilidad real, personal, histórica, cultural, social de comenzar de nuevo. Y, además, siempre posible. Tendemos a pensar que el perdón es cosa de dos o de más, pero es una cuestión esencialmente personal. Como recuerda Martha Nussbaum el único perdón es el incondicional y eso es una labor que atañe de modo particular a la primera persona del singular.
Perdonar es un cambio en la actitud, en la percepción y en la mirada, que libera a las relaciones entre los seres humanos de los ciclos de violencia, de odio, de ofensa, empezando por la liberación de aquel que apuesta por el perdón. Eso no significa olvidar. Somos memoria, pero el perdón implica establecer una relación nueva, también con esa memoria.
Decía que hoy quizá sea particularmente relevante esta actitud, por acuciante. En la anterior entrada apuntábamos hacia esa polarización social, que hace que hablemos de los demás en categorías, que no nos paremos tan siquiera a pensar sus motivaciones, anhelos, aspiraciones. Así pues, nuestras narrativas se vuelven una lista de agravios de los unos contra los otros.
¿Quién no ha deseado parar en estos días de máxima tensión política? ¿Quién no ha deseado la posibilidad de comenzar de nuevo, de volver a hablarnos de otro modo, a mirarnos de otro modo, a narrarnos de otro modo? El mito del Edén está bien para la literatura, pero es un imposible para la actualidad (si es que alguna vez fue posible). Quizá la clave esté en esta palabra, a veces tan desgastada y vapuleada, esa palabra que siguen almacenando los depósitos religiosos pero que a todos nos impele: el perdón, la posibilidad de un nuevo comienzo, personal y social, siempre disponible, siempre accesible, que comienza justo en el momento en el que apuestas por él, que empieza en cada uno de nosotros.
Rafael
Querido Rafael:
Cómo no suscribir íntegramente la pertinencia de poner en primer plano el valor del perdón y de la profunda y razonada relevancia que le otorgas para la “posibilidad de comenzar de nuevo, personal y socialmente” y más aún en el contexto español y en muchos lugares del mundo, en los que tal anhelo resulta fundamental en una convivencia tan necesaria como profundamente dañada.
Con todo, recuerdas bien nuestra larga e inconclusa reflexión sobre cuán difícil resulta esa posible y deseable virtud social, porque ni siquiera existe un razonable consenso general sobre su justificación en el desarrollo de la Modernidad, y desde luego en este tiempo de exultante amoralidad de una cierta Postmodernidad, que caracteriza los intereses y comportamiento de alguna dirección de la globalización política y cultural del actual siglo.
Me alegra mucho también tu tan acertado énfasis, evocando a nuestro admirado Habermas, sobre el “depósito de significado” que nuestras tradiciones religiosas poseen, ofreciéndolas libre y gozosamente ya a las sociedades plurales actuales, “de modo postsecular”, sagazmente matizas, en este caso el patrimonio de las herederas de Abraham sobre su mandato del perdón.
Esbozas aquí un verdadero programa de lo que podría, seguramente debería, ser esa insistencia nuestra en la difusión de una “religión cultural”, que no sólo exigiría investigación rigurosa y cabal conocimiento de toda su riqueza, moral también en consecuencia, sino una educación y difusión obligada, como don gracioso, al conjunto social y de modo especial a nuestros jóvenes.
Déjame, a modo de ejemplo, a propósito de nuestro tema del día, evocar un instante al viejo e inmortal Borges, agnóstico probable, a la par que modélico conocedor de la cultura judía y cristiana, con la perla que esconde en su Poema Cristo en la Cruz, cuando señala, tras recordar una pertinente letanía de claroscuros en la historia de la Iglesia, que ese hombre que muere “Nos ha dejado espléndidas metáforas/y una doctrina del perdón que puede/anular el pasado. (Esa sentencia/la escribió un irlandés en una cárcel.)”.
Recuerdas también, muy precisamente, algo fundamental que transmites desde Nussbaum y que se enraíza en una larga hermenéutica, rabínica ya y muy especialmente querida desde los primeros cristianos, sobre la incondicionalidad del perdón personal, que también recoge el poco sospechoso Derrida cuando proclama “la reformulación de lo político desde lo personal, lo cultural, lo religioso y lo puramente conceptual como dimensiones que aclaran el carácter incondicionado del perdón”. E incluso el mismo Habermas, al preguntarse si existen condiciones universales para el perdón, analiza la relación entre el perdón y las normas morales, en el contexto de la Ética del Discurso, así como la que existe entre el perdón, los sentimientos morales y las normas morales para concluir que puede contemplarse el acto de perdonar como un deber de virtud tanto hacia nosotros mismos como hacia los otros.
No olvidas, querido Rafael el complicado tema de la relación entre memoria y perdón, que sin renunciar al deber de la primera, como reclaman las víctimas que, como en la Shoá, se les privó de palabra y humanidad, no se opone, sino que propicia, incluso, el nuevo compromiso de reconciliación que el perdón demanda. Sobre tal dialéctica, nuestra filósofa Amelia Valcárcel escribió un importante y sugerente libro (La Memoria y el Perdón, 2011). Con todo, y continuando el hilo esencial, me atrevo a señalar que es preciso analizar también las condiciones del ejercicio de tal virtud social, pues entran en juego, para su preciso valor y su plena eficacia, muchos pre-juicios, que aún hoy atenazan la dificultad de su propio enfrentamiento: lo colectivo y lo personal; el papel de la víctima y la garantía del Estado; la pena y la reparación; el límite de lo perdonable…
Queda también, para que nuestro diálogo se aproxime a la verdad que a todos enriquece, profundizar en nuestras propias raíces abrahámicas, en lo común y lo específico, e incluso en la diversidad de cada una de las tres religiones y en sus plurales interioridades, como es el caso de la tradición católica y protestante. Y aquí cabe resaltar la posición que emana, también para la mirada académica, del propia Sermón del Monte tan cercano a Jesús de Nazaret. Más allá de los matices de Mateo y Lucas, la radicalidad de sus palabras sobre el perdón se acentúa en el precepto de aquel sagrado contexto, en la respuesta indubitada a Pedro, en las Parábolas que lo ejemplifican y lo muestran y la “otra mejilla”, que actúa como mensaje profético para su obligación moral. Finalmente, tal radicalidad del perdón se hermana con la que predica y exige el amor entre los hombres para que sea también universal. También en tal estrecha conjunción se encuentra el “depósito de sentido” que se pone de nuevo a disposición de los hombres y mujeres de este siglo.
Una última y breve evocación. Cuando reclamabas, con acierto y razón, ese “nuevo comienzo” que surge del perdón, también ante las descalificaciones políticas actuales, me parece oportuno reclamar, dos claros compromisos sociales y políticos en los que se basó y adquirió la joven democracia constitucional española de la Transición, que enfatizo precisamente porque no pocas veces en este tiempo se ponen en tela de juicio. La “Reconciliación” y la “desaparición definitiva del enemigo” fueron seña de identidad mayoritaria, consciente y voluntariosa, de las generaciones que en aquellos años. Allí se encontraron creyentes, agnóstico y ateos, Partidos Políticos, Instituciones laicas, la propia Iglesia Católica y las demás confesiones religiosas. Ciertamente, cabe criticar insuficiencias e incluso un déficit de perdón, pero no es posible, a mi ver, dudar de aquel espíritu de concordia que expresaba, a mi ver, un compromiso ejemplar.
Javier