"Es tiempo de parar de dividirnos, de volver a soñar esperanzas comunes" Ante la 'batalla de Madrid', ¿por qué no hacer puentes con los muros?
En estos tiempos de polarización y crispación, en DiáLogos hoy invitamos a hacer puentes con las piedras que conforman nuestros muros. En medio de esta campaña que han calificado de “batalla de Madrid”, queremos recordar el esfuerzo de tantos por descubrir a la persona y la esperanza compartida más allá de las categorías y las posturas aparentemente distantes, como todos aquellos que han apostado por el diálogo entre el cristianismo y la izquierda
Las distintas opciones ideológicas, encabezadas por nuestros líderes, se han lanzado hacia el puente para tomar las piedras que lo conformaban y volver a erigir muros, quizá más sutiles y difuminados, pero muros
| Rafael Ruiz Andrés y Francisco Javier Fernández Vallina
Querido Javier:
Hubo un tiempo, lejano quizá ya, en el que el puente se convirtió en metáfora de la sociedad soñada. Con la irrupción de la modernidad, se produjeron profundas divisiones entre tradicionalistas y liberales, reformistas y conservadores, cristianos y marxistas. Por eso, tras llevar al máximo el principio de división social en una pléyade de guerras, cubriendo de sangre la faz del mundo, el puente se antojó la salida a tanta división, tantas veces sin sentido. Con sus matices e imperfecciones, la creación de la Unión Europea, que escogió el símbolo del puente para sus billetes, y la propia Transición española dan buena muestra de ello.
La década de los sesenta significó a este respecto el intento de trazar puentes entre dos posturas que hasta entonces se antojaban irreconciliables: marxismo y cristianismo. Sindicatos alternativos, agrupaciones, ocio, organizaciones obreras habían dividido a gran parte del espectro social entre católicos y socialistas en países como la España anterior a la Guerra o Bélgica. Sin embargo, el trabajo de los militantes cristianos, el replanteamiento de esta cuestión por parte de la izquierda, siendo particularmente emblemático el Partido Comunista Italiano, todo esto en una etapa de Concilio Vaticano II y de deseo de transformar la realidad, forjaron puentes entre dos de las orillas que se habían posicionado antagónicamente. Supieron encontrar en la transformación de la sociedad por la justicia un importante punto en común por el que valía la pena –no olvidar u obviar– pero sí dejar de lado las diferencias de planteamiento de fondo. De este diálogo sincero surgió la teología de la liberación figuras tan relevantes como Alfonso Comín o el pensador palentino Francisco Fernández Buey, cuyas reflexiones “Sobre izquierda alternativa y cristianismo emancipador” han sido recientemente recopiladas en la editorial Trotta.
Sin embargo, la campaña electoral de Madrid, triste y continuamente llamada “batalla”, es la muestra de una metáfora muy distinta para el actual ánimo político. Las distintas opciones ideológicas, encabezadas por nuestros líderes, se han lanzado hacia el puente para tomar las piedras que lo conformaban y volver a erigir muros, quizá más sutiles y difuminados, pero muros. Afortunadamente no nos matamos, pero nos herimos continuamente con las palabras, que alcanza su grado extremo en la amenaza. No nos eliminamos físicamente, pero decretamos los unos para los otros la muerte del desprecio, la indiferencia o la condescendencia. El muro separa la realidad con un tajo en dos, nosotros y vosotros. Ya no hay puente, solo muro.
Particularmente me llamó la atención en el último debate una cuestión que pudo pasar desapercibida por haberse tornado habitual: la tensión manifiesta de los participantes una vez concluido el debate. Espaldas vueltas, intento de no cruzar tan siquiera la mirada, pasos lentos para evitar encontrarse con el otro. La polarización genera un muro en torno a nosotros mismos, que nos impide ver al otro como persona: se ha vuelto una categoría, una etiqueta. Muros que, en último término, nos convierten en sociedades fragmentadas, divididas en islotes.
Por eso, no es de extrañar, que recientemente se publicara un artículo que señalaba que la campaña de Madrid era una contienda entre católicos de derechas y no creyentes de izquierdas: una lectura profundamente simplista de la realidad que, por fortuna, es más compleja, rica y plural. Así lo mostraba, por ejemplo, el manifiesto del Foro de Curas de Madrid.
No soy de aquellos que viven del cualquier tiempo pasado fue mejor, pero sí de aquellos que piensan que las experiencias pasadas pueden iluminar el presente y construir el futuro. No hay que volver a recrear el pasado. No. Pero sí me parece que es tiempo de parar y pensar. Parar de esta rueda de tuits y notificaciones sobre las noticias y los comentarios que nos refuerzan, parar de ingerir comentarios que simplifican la realidad y la adaptan a nuestros moldes y, por tanto, niegan la complejidad que nos compone. Tiempo de parar de dividirnos, de volver a soñar esperanzas comunes.
Precisamente la esperanza fue uno de los conceptos que articuló el diálogo entre izquierda y cristianismo tiempo atrás, siendo quizá paradigmática la reflexión de Ernst Bloch a este respecto. Tal como ayer, abrazar la esperanza y pensar que es posible una transformación social continúan presentándose hoy como tareas de tal magnitud que hacen que parte de las categorías con las que dividimos la realidad se evaporen, que los muros caigan y de sus piedras surja una nueva oportunidad de construir puentes para todas, para todos, para nosotros y vosotros, seamos quienes seamos y seáis quienes seáis. Para ti y para mí.
Rafael
Querido Rafael:
Te confieso, buen amigo, que tus palabras me parecieron, cuando el hermoso atardecer del jueves quería hacer esperar a la noche, especialmente preciosas, en la doble acepción que muestra nuestro Diccionario de la RAE, por la belleza que encierran y la calidad extraordinaria que atesoran. No es habitual precisamente encontrar a jóvenes, y especialmente entre ellos a investigadores tan brillantes como tú, elogiar sin reservas el espíritu de la Transición democrática española o la construcción europea, cuando predomina la categoría de proclamar, a mi ver erróneamente, sus errores estructurales e incluso su descalificación como “régimen”, que adolecería o resulta de baja legitimación, sin que yo quiera negar, claro es por definición, en ambas, como en cualquier fenómeno histórico de encomiable e irrenunciable progreso, sus propias insuficiencias. Tiene más valor aún, si la admiración alcanza a sus mejores raíces, las de los sesenta y comienzos de los setenta, en nuestra tierra, que se fundaron en una esperanza confiada de reconciliación y diálogo, en la que el “enemigo” desparecía para siempre de nuestro panorama y el futuro colectivo en España.
Que además usaras la metáfora del muro convertido en puente, tan del gusto admirable del buen papa Francisco y tan querida de la inmensa mayoría de los millones de hombres y mujeres que la hacían suyas en aquellos no fáciles años, haría las delicias del Machado bueno, al ver la inutilidad de su certero verso del triste pasado, cuando “una de los dos Españas ha de helarte el corazón”, porque, como tanto deseó él y los que compartían igual dolor, llegaba ya el tiempo de un país que dejaba atrás su inveterado cainismo.
Y ejemplificas ese puente de esperanza en el diálogo de aquellos lustros entre “izquierda y cristianismo”, entre los varios de diferentes órdenes que cabría señalar con igual propósito en el ámbito político, social y cultural. No fue un tiempo fácil, pero aciertas muy bien en marcar ese fecundo compromiso dialógico cuya matriz era el reconocimiento del otro como persona y ciudadano con igual condición de dignidad, derecho y responsabilidad que las propias.
Si supiera incluso matizar, el diálogo era aún más propio porque abarcaba un espectro tan amplio como grupos de personas ateas, agnósticas o creyentes, que a su vez, aunque quizás mayoritariamente se encontraban en la izquierda, también no pocos se encontraban en una órbita demo y socialcristiana. Es más me atrevo a señalar que la propia jerarquía eclesiástica albergaba un pensamiento plural, cuya mayoría de obispos y sacerdotes, por supuesto hijos del Concilio Vaticano II, se va identificar con la sensibilidad social que cuajaría en la Populorum Progressio de Pablo VI (1967) y su cobijo a los movimientos sindicales propios y de izquierdas y se irá decantando progresivamente por el apoyo a la democracia, que encarnaría la figura del arzobispo y cardenal Tarancón, aunque fueran muy vociferantes los que aún se manifestaran seguidores del régimen franquista.
Tuve la inmensa fortuna de ser recibido cariñosamente en los grupos de la JEC y, al comenzar mi etapa universitaria madrileña, el privilegio de estar cerca de Fe y Secularidad y en sus Congresos Anuales, como el más alevín entre aquellas enormes personalidades, que capitaneaban los profesores Aranguren, a su vuelta del exilio, y el admirable Gómez Caffarena y doy modesta fe de cuanto pertinentemente señalas y con gran razón enfatizas. Citas también otras dos grandes personalidades emblemáticas de ese diálogo, entre los muchos que sería pertinente hacer memoria, así como de grupos singulares que deseaban encarnar ese compromiso cristiano explícitamente, como los cualificados democristianos, y por supuestos ese grupo minoritario en el seno del PSOE, pero de gran predicamento como fueron, y aún son, los Cristianos por el Socialismo. Estos y otros más expresaban, en su momento, el espíritu que alentó el Segundo Concilio Ecuménico, de especial trascendencia para cohonestar Cristianismo y Modernidad y una exigencia ética fundamental en el compromiso político de los creyentes, en diálogo con otras creencias e ideologías.
Desgraciadamente ha tiempo que vivimos otros tiempos y tienes razón sobre los muros que de nuevo se levantan, lejos ya y expresamente contra los puentes que tanto costó construir y que a tantas innumerables personas de buena voluntad y de diversas ideologías debemos, incluidas en primer lugar las víctimas de grupos terroristas, muy especialmente de ETA, junto a sus familiares y seres queridos, para la existencia de nuestra democracia. Y ciertamente el último tiempo de la Comunidad de Madrid, que culmina en esta penosa campaña, puso de manifiesto en la mañana de ayer viernes, en la emisora de la Cadena SER, la manifestación pública de su mayor gravedad en cuanto a muros se refiere.
No tenemos ciertamente en España la exclusiva de grupos políticos, cuyos idearios buscan la expulsión de la vida pública de los para ellos son “enemigos”, “traidores” a su supremacismo patriótico, excluyentes de la exigible alteridad. Ya hace algunos años que en nuestras conversaciones uníamos profunda preocupación por este fenómeno que nos parece anacrónico e inmoral, sobre todo en sociedades plurales, diversas y democráticas, que rigen la convivencia general, pero aún en tus palabras de anteayer rezumabas la esperanza, que no cabe nunca perder. Se asomó, sin embargo, la visibilización explícita de algún tipo de connivencia con la violencia de la muerte material, que ya preludiaban la de las “palabras de desprecio e indiferencia” a las que aludías. Ahora, es preciso clamar, como la voz profética, que la exigencia de la condena explícita de toda violencia en el quehacer político es irrenunciable por su profunda raíz moral. El compromiso con nuestras garantías constitucionales, con el ejercicio real de los Derechos Humanos y con el Estado de Derecho Democrático debe ser tan explícito como fecundo para dirigir nuestra acción y mostrar públicamente con quienes deseen excluirse de esas reglas sagradas de la convivencia. Y, como tantas veces hemos manifestado, no cabe ya pensar con ingenuidad al respecto, pues será tarde si tal horizonte no dirige nuestro hacer.
Una palabra final por hoy para glosar cuanto de nuevo expresas con acierto sobre el reciente artículo, a propósito de ese clima electoral de la Comunidad de Madrid, del presidente de Europa Laica en un medio de comunicación de relevante impacto social. Si ciertamente sus palabras merecen la tan pertinente reflexión que manifiestas, quiero añadir yo una complementaria sobre su conclusión final que dice literalmente: “Hasta que la derecha y la izquierda acepten el laicismo como un valor indisociable de la democracia no viviremos en una democracia normal”. No parece ciertamente un horizonte inclusivo y dialógico tal posición, que hace recaer la prueba democrática sobre un concepto como el “laicismo”, lejos de la experiencia constitucional de la inmensa mayoría de los estados democráticos y, por supuesto, los de nuestra Europa, que explicitan, como debe ser, la insobornable aconfesionalidad del Estado en su mayoría o su carácter “laico”, moviéndose en todo caso hacia una “laicidad cooperativa”, que caracteriza nuestro tiempo postsecular, como muchos predicamos. Tal vez sea preciso seguir insistiendo en la plural diversidad de nuestras sociedades, que garantizan precisamente los ordenamientos constitucionales democráticos. Tiempos, dices bien, de volver a construir puentes, que precisan de muchas manos, desde luego, la tuya y la mía.
Un abrazo.
Javier
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