Después de los aplausos desde los balcones, ¿a las trincheras de nuevo? La vuelta a la antigua normalidad: polarización política (y religión) tras el confinamiento
A medida que se la normalidad se va recobrando, los debates políticos ocupan (y polarizan) cada vez más la atención mediática. ¿Habrá servido de algo la difícil experiencia vivida para destensar la confrontación entre posiciones políticas? ¿Continuará dividiéndose en bloques la opinión pública y pública ante la cuestión religiosa? DiáLogos explora estas cuestiones en su reflexión de hoy.
| Rafael Ruiz Andrés y Francisco Javier Fernández Vallina
Querido Javier:
Siempre hemos disfrutado al hablar de temas y preocupaciones existenciales. Así, en las anteriores entradas hemos dialogado sobre la verdad, la muerte y otras tantas cuestiones relacionadas que marcan profundamente nuestra manera de ser y comprender esta constante incertidumbre que llamamos realidad. Sin embargo, también acostumbramos a debatir sobre temas políticos, que a ambos nos han apasionado siempre desde la vocación compartida de la política como el arte de servir al bien común.
Hay un punto donde se junta el tema que tratábamos el otro domingo, la verdad, y la política: la polarización que estamos todos experimentando a nivel global, y particularmente en España.
¿Por qué estimo que convergen? Diferentes estudios y análisis apuntan a que una de las razones por las que han dejado de importarnos la verdad y la objetividad es que, ante todo, deseamos leer opiniones y noticias que refuerzan nuestros posicionamientos. Creemos algo, aunque sea falso, si está más cercano a lo que nosotros pensamos. Así pues, circulaba por las redes el otro día una falsa foto de las colas en el consulado de Marruecos en Almería para la solicitud del Ingreso Mínimo Vital. Doblemente falsa, porque ni el consulado de Marruecos procede a su tramitación y ni siquiera se podía solicitar en la fecha de la foto esta importante ayuda para tantos sectores de nuestra sociedad. Lo único cierto de la imagen era su deseo de polarización de la opinión pública en España, convirtiendo al migrante en objetivo de una crítica primeramente política.
La promesa del ciudadano universal, que se nos antojaba a golpe de clic con internet, se disuelve en unas redes sociales que refuerzan las dinámicas de polarización que vivimos en la calle. Porque sí, la realidad virtual es también realidad. Y el individuo que escriba soflamas en twitter no debiera pensar que no tiene repercusión alguna más allá del algoritmo.
Que las tensiones virtuales también las vivimos en la realidad más tangible lo hemos visto en los últimos meses. Junto con unos aplausos que a todos nos unían en el reconocimiento a los sectores que han estado a pie de calle durante el confinamiento, se sucedían pitidos y caceroladas. Y no han sido propiedad de una única posición política, sino de todas: unos días contra el actual Rey, otros contra el Gobierno, a gusto de indignación.
La vida política se retoma, y las cuestiones candentes, como son la reconstrucción del país o el reciente debate sobre la nueva ley de educación, vuelven a la arena. ¿Han servido de algo los aplausos a nivel de cohesión social? España parece retomar los derroteros políticos pre-pandemia (si es que alguna vez realmente los ha dejado).
Junto con nuestra vocación dialógica, la polarización social que estamos experimentando converge de pleno con las pretensiones de este blog en otro punto. Uno de esos temas que a lo largo de nuestra historia, quizá con el paréntesis del último tercio del siglo XX, ha dividido las posturas de los españoles ha sido, precisamente, la religión, y concretamente el catolicismo.
Tras unos agitados años del posconcilio y de la Transición, en los que el catolicismo y la izquierda se abrazaron, el cristiano de izquierdas se ha transformado en una rara avis, especialmente entre los jóvenes. La primera opción fácil, y en cierto modo fundamentada en distintas polémicas de los últimos años, es señalar las actuaciones de ciertos miembros de la Iglesia, que con distintas declaraciones han favorecido la propia estereotipación del católico como un “ser reaccionario”. Pero también la izquierda española, como han reconocido los pensadores Fernández Liria y Luis Alegre, ha mostrado una falta de comprensión importante hacia la cuestión religiosa, contemplada desde el prisma secularista de “ya se les pasará”. Una mismo hilo une a ambas actitudes: la polarización.
Todos tenemos en cierto modo una manera de ver y comprender el mundo, una preferencia política, en definitiva, una ideología. El no tener ideología es otra forma de ideología ciertamente. El problema no es de nuestra dimensión ideológica, sino del punto en el que la ideología impide ver al otro como precisamente otro. Otro porque es otro como yo, es decir, persona. Pero otro porque es diferente a mí. El otro en su dimensión total.
Cuando la etiqueta ideológica se apodera, se efectúa la negación de la alteridad. Negamos al otro. Sin ideología no hay vida social. Pero sin la alteridad no hay directamente vida humana posible. Cuando la etiqueta precede al reconocimiento del otro, este ya no es persona. Se convierte en una potencial amenaza islámica frente a nuestra tierra de cristiandad. Cuando la categoría es lo que prima, no hay reconocimiento de la diferencia. Solo se ve una “incapacidad” religiosa que deberá ser curada con el supuesto antídoto de "más modernidad". Así lo expresaba recientemente un artículo que, honestamente, me dejó perplejo ante la escasa comprensión que reflejaba sobre la complejidad del catolicismo en España. Una muestra más de que, tras el primer embate de la pandemia, vamos relegando la cohesión aparente por la polarización y la etiqueta persistente.
El reinicio, poco a poco, de la vida política augura que seguiremos por los mismos senderos. volveremos a los debates en los que el problema no es tanto la reconstrucción del país, sino mi idea sobre cómo reconstruir el país; en los que la preocupación no se centra en la calidad de nuestro sistema educativo, sino en cómo hacer prevaler mi idea y mis premisas sobre el sistema educativo. En definitiva, el predominio de la vaga ideología de fuertes etiquetas sobre la persona, de la simpleza del estereotipo sobre la complejidad de la vida y sus matices, de las caceroladas y pitidos sobre los aplausos.
Rafael
Caro amigo Rafael:
Me gustan esas dos imágenes que tan expresivamente has elegido, aplausos versus trincheras, para mostrar la preocupación que hace tiempo compartimos los dos sobre esa creciente polarización que la crisis de esta pandemia no hecho más que agudizar. Me complace porque el aplauso es un símbolo de reconocimiento, de gratitud, de valoración, de admiración, cualidades todas que exigen y propician alteridades esenciales desde la razón y el sentimiento. Es, además, dinámico, busca la significación del acontecimiento y es “utópico” porque desea ir más allá de la inmediatez y no ocupa ningún lugar de propiedad.
Manifestaciones bien distintas de la trinchera, lugar estático y de posesión, que busca el domino y la negación del otro o, como mínimo su posesión y puede tener vocación de permanencia, en cuanto se considere un lugar de avance de la propia conciencia supremacista. Es, la antesala de la propia desaparición de la alteridad y la renuncia a la palabra y al diálogo.
Lo que más nos hiere, escandaliza y asusta a tantos de esa polarización es seguramente pensar que pueda ser la manifestación de algo más grave que se esté asentando en la aldea global y afecte más de lo que podríamos temer en heredadas preocupaciones políticas sobre deterioros ocasionales de la democracia, como los manifestados por la crisis de finales de la primera década de este ya casi viejo siglo, sin haber cumplido los 21 años de su recorrido.
Si pensamos en el subsuelo de cuanto sucede actualmente en la política de China, de los Estados Unidos de Norteamérica, de La Federación Rusa, de Brasil y otros estados hermanos latinoamericanos menores, como Venezuela, Nicaragua, o Bolivia, pero también mayores como México, no pocos de los países del ámbito arabo-islámico, algunos de los africanos subsaharianos, por no continuar por los conflictos interétnicos o interreligiosos del continente indio, los pendientes de los conflictos abiertos en el Oriente Próximo o en nuestra propia casa común europea las conductas, prácticamente impunes, de los gobiernos de Hungría y Polonia, ya la propia palabra “polarización” es una tenue expresión de democracias dignas de ese honroso vocablo y de sociedades maduras donde el respeto del otro y la actitud dialógica brillan cada vez más hondamente por su ausencia.
No quiero recrearme en una visión negativa en tal visión general, sino tratar de valorar que nos encontramos ante un fenómeno general, desgraciadamente tan global como la propia dominación, apenas sin frenos estructurales de los poderes democráticos, de un único modelo de economía mercantil globalizada, que idolatra el consumo y que se asienta en el “descarte”, que tan bien ha definido el papa Francisco, donde arrecian las desigualdades y se incrementan las tasas de pobreza relativa y extrema, agudizadas por la crisis de la pandemia, aún en fase expansiva en la mitad del mundo.
Tan sólo algunas esperanzas “socialdemócratas”, de procedencias diversas, entre ellas los mejores residuos de nuestra vieja Europa, en la acción política internacional, junto a los testimonios y compromisos que ejemplarmente procuran organizaciones religiosas y humanistas seculares, alimentan las energías de una parte de las sociedades civiles que se aferran a la esperanza, reclamando justicia, dignidad y vocación utópica en los muchos países citados y en el resto del mundo, sensibles además a la responsabilidad necesaria de sostenibilidad climática y medioambiental.
En nuestro querido país, la polarización que describías se manifiesta en la resurrección de viejos comportamientos cainitas, cuyas trincheras se evocan en rancios y obsoletos discursos en los que avanza el miedo al “otro”, es decir, en una radical negación de la básica alteridad que bien describes y nos debe constituir. Llevas por ello razón, amigo Rafael, en denostar el uso instrumental de orígenes ideológicos respetables, para eventuales supremacías políticas y sociales que desean sustentarse en caducos, inservibles y, sobre todo, inmorales estereotipos de diversa conveniencia.
Quiero también compartir contigo la vergüenza ajena que produce el comentario que citas procedente de la pluma sobre el conjunto de la Iglesia española y que se asienta impenitentemente sobre el viejo estereotipo anticlerical, que hoy parece querer revestirse de cierto halo cultural. Quizá nuestra reflexión del primer día en esta casa común, que acoge nuestro diálogo, sirva para responder voluntaristamente con alguna eficacia a tan reiterada fobia: nuestra insistencia en la relevancia de la “religión cultural” no es una ocurrencia más o menos postmoderna de dos universitarios tal vez alejados de la calle normal. Es un antídoto, si descansa sobre una exigencia educativa rigurosa, académica y veraz, para la eliminación de cualquier estereotipo, viejo o aparentemente novedoso. Haces bien por ello en reclamar un diálogo sereno y un consenso político y social (por tanto, también con las instituciones religiosas), si fuera preciso tocar la arquitectura educativa en estos extremos. La ley en tramitación exige, más aún ahora, un pacto verdadero de estado, sobre el que cabría seguir hablando en detalle, aunque me temo que aquella actitud cainista, de nuevo viva, trate de impedirlo.
En fin, tales proclamaciones, seguramente un tanto enfáticas, no eximen a la Iglesia Católica institucional de pedir el perdón necesario, como nos corresponde igualmente en el ámbito personal, en el acto y momento que proceda, por todas y cada una de las ofensas, como reza su oración matriz del Padrenuestro. Entre ellas, queda pendiente, a mi ver, con la debida memoria de la reconciliación, aquella que se truncó en la histórica Asamblea de Obispos y Sacerdotes de 1971 por no obtener la mayoría exigible, aunque obtuviera más votos positivos que negativos, sobre los largos años de un ilegítimo e impuesto “nacional-catolicismo”.
Javier