De regreso en Lima después de tres meses Un país maravilloso
Bienvenido de nuevo a Perú, un país increíble en el que cualquier cosa puede ocurrir. Adornado con primor por el carácter de su gente linda, amable y sonrisueña. Todo fluye y me resulta familiarmente encantador, y esta hermosura sencilla me cautiva como el primer día.
Cuando el avión desciende, la visión de los cerros poblados de casitas pardas presenta un paisaje mineral, de una belleza desolada. Pero no estamos aterrizando en la luna, sino en Lima, capital del Perú.
Los ratos que el sol se exhibe, insolente, la sensación es abrasadora; pero si las nubes se imponen, uno recuerda al toque que estamos a orillas del Pacífico. La brisa marina compite contra la panza de burro, y pierde.
Ejercer de peatón equivale a adentrarse en un caos de asfalto, fierro, cláxones y gritos. Cruzar la calle casi siempre supone un peligro letal, pues los pasos de cebra están de adorno, y esos semáforos numéricos pueden pasar del 39 al 0 en un segundo.
Mujeres con polleras y chullos o sombreros de la sierra acarrean cestas con paquetitos de maní o roscas de almidón de yuca, ofreciendo su mercancía mientras jalan o cargan a bebés de diferentes edades y todos con los cachetes rojos.
Todito está colapsado: el hospital, las combis, el tren eléctrico. En el Metropolitano las colas van creciendo a medida que los buses pasan repletos y no hay un hueco para un pasajero más. Un hombre se ha encaramado a la puerta, gira con ella cuando se cierra y logra quedar dentro, pero media mochila circula asomando, como si al vagón le hubiera salido un granito.
Puedes comer de todo al paso: emoliente, keke, sopa de quinua, jugo de naranjas que te exprimen al toque, sándwich de chicharrón de chancho, tajadas de mango, torta de crema volteada, arroz con pollo (por supuesto)… solo acá no veo aguaje.
Se aprecian insólitos trabajos y ocupaciones: paseador-a de perros; encargante que cuida carteras, mochilas o folders mientras sus dueños están dentro de un consulado haciendo trámites; monitor callejero de pilates o fitness o lo que sea; el que coloca los cartones sobre los sillines de las motos para que, cuando regresen los choferes, no se achicharren el poto por un sol; los que guardan cola por ti en el RENIEC a veinte solcitos.
En la puerta del edificio A del Rebagliati veo pasar una, dos, seis, diez mujeres embarazadas, que me parecen todas demasiado niñas. Si eso trae suerte, ya debería tocarme la tinka pronto.
El panorama en Larcomar es bellísimo. El morro solar con el Cristo de Odebrech. El restaurante La Rosa Naútica, quintaesencia de la pituquería y la categoría, y los puestos ambulantes de choclo con queso en Gamarra. La delicada cítara de las agustinas y los montones de basura al costado de la panamericana. Contrastes.
Gatos de todos los pelajes se amontonan en el parque Kennedy, siempre con ese aire indolente y suficiente, domesticando las miradas de los humanos. A su espalda, los cuadros expuestos por los artistas callejeros escoltados por un torito de Pukará tamaño mutante.
Bienvenido de nuevo a Perú, un país maravilloso en el que cualquier cosa puede ocurrir. Adornado con primor por el carácter de su gente linda, amable y sonrisueña. Todo fluye y me resulta familiarmente encantador, y esta hermosura sencilla me cautiva como el primer día.
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