Como la vez primera

Esos colores, las semillas, el pan, la canoa, las sandalias… me bastó mirar el altar amazónico del Jueves Santo para que me sintiera conectado con lugares, rostros, sonidos, imágenes, emociones de otras Pascuas, en Puebla, en Valencia, en Sanlúcar, en Calamonte, en Santa Ana… todas experiencias especiales y únicas, reediciones siempre nuevas del momento fundacional de mi fe y mi vocación.

No fue la primera vez que vi cómo más personas lavaban pies además del sacerdote, pero sí fue la primera vez que me lavaron los pies a mí. Cada cual lavaba al que tenía al costado, puesto que en la comunidad todos somos iguales, todo es de todos y todos somos necesarios, nadie puede quedar excluido. La simetría radical en los seguidores de Jesús queda definida por el servicio humilde y la reciprocidad; o al menos, así debería ser, y eso lo festejamos en Islandia también partiendo un solo pan y tomando vino servido en una gran jarra de cristal.

Unas horas antes, en Santa Rosa, el aviso fue sacar un pie, “el que tenga el juanete menos gordo”, y besar el pie del hermano después de lavarlo. La celebración del Amor Fraterno terminó en un compartir de galletas, gaseosa, pan, risas… nada mal en una comunidad con graves problemas, un pueblo en el que parece que la fe está prácticamente liquidada. Ya ahí había desaparecido la sensación de que “estás frío, es como si no fuera Semana Santa…”; de eso nada. No me pude quedar mucho porque el último rápido a Islandia sale a las 5:30 de la tarde, y yo logré llegar, tras carrera de motocarro y chalupa, a las 5:27 a la balsa.

El Viernes Santo está siempre lleno de silencio. En el centro de la iglesia, con los bancos colocados alrededor, la Cruz se dejó adorar de muchas maneras, y no solo con el tacto, sino con la mirada y el silencio. Recordé tantos gestos de veneración de otras Pascuas y muchas lágrimas, que forman, con estas manos amazónicas, un inmenso grito ahogado por las existencias malogradas, por tanta naturaleza devastada, por los abusos e injusticias, por la vida truncada de las víctimas “ante quien se vuelve el rostro”, por la crudeza de la maldad humana, siempre y en todas partes. Los símbolos se dejan rebasar por la elocuencia de la verdad que está detrás de cada historia en la que muere “el autor de la vida”.

La Pasión la leemos caminando por los puentes, y los jóvenes van representando las escenas. Carlos vuelve a hacer de Jesús y se va ensangrentando más y más a medida que le van atizando los romanos. Las mujeres lloran un poco bajito para mi gusto, y Pilato condena con el ceño fruncido, muy metido en su papel de cobarde útil. Tengo que esforzarme para no hacer demasiadas bromas, la gente marcha seria y solemne y no es plan… Todo se ha superado respecto al año anterior empezando por el sonido, porque ahora tenemos un parlante que ya convirtió la procesión de los ramos en una especie de divertido pasacalles musical con pancartas, muy al estilo de acá.

Clásicos problemas al comienzo de la Vigilia: no hay un palito para encender “esa vela grande” (en palabras de Lía, de 11 años), el viento apaga todito, amenaza lluvia… pero nada nos detiene, y cuando el cirio pascual entra en la iglesia a oscuras iluminada por las velitas, y luego se canta aleluya en el pregón, una sacudida me recorre porque mi cuerpo reconoce el sabor de ese instante y lo que significa en mi vida. No me sale expresarlo, solo buscar las palabras de Tagore: “¡Qué plenitud la de tu alegría en mí! (…) Tus alegrías están jugando sin parar en mi corazón”.

De hecho, mientras se iban leyendo las lecturas ya tenía ganas de bailar, cosa que casi únicamente ocurre en esta celebración. Y claro que bailamos. Y nos rebautizamos unos a otros diciéndonos esta frase: “Da vida”. Y después todos comimos arroz chaufa con pollo, y tomamos refresco de cocona, Inka-cola, empanadillas y guaraná… Pasan los años, para mí exactamente 33 pascuas ya (desde que era adolescente), y sigue siendo especial; hoy y acá con esta gente, con el cariño que le da alma a la fiesta y la graba en el álbum de las grandes ocasiones. Como la vez primera.

César L. Caro
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