El juego constante de sol y nublado dibuja un paisaje que lleva la imaginación hasta más allá de las cimas tocadas de blanco. El cielo del color gris de los días de nieve nieve apenas deja ver las aldeas agazapadas al pie de la montaña y a lo lejos la tierra adquiere una tonalidad cremosa y tierna. Los chispazos del sol sobre la blancura inmaculada de la nieve tiñen el mundo de una aparente y diáfana transparencia y lo sumergen todo en un sueño lejano que convierte la realidad en irrealidad de pura e inefable belleza. El gruñido sordo de la nieve al pisarla rompe el denso silencio y causa una sensación vaga y confusa que, con lazos indefinibles, lo une todo, todo que produce un hechizo de mágica embriaguez y de soledad intima, expresión de la infinita orfandad en que la nevada sume el mundo. La canción del Eiroá, envuelta en el silencio apacible y denso, rueda como un eco por la inmensa belleza del mundo y llena el corazón de nostalgia ¿de qué?