Hombres y mujeres que van llegando a pasar el verano en el pueblo charlaban de esta guisa esa tarde en a terraza del bar: Con salvajes pasos juveniles, después de comer íbamos al río o, por senderos silentes, perezosos y zigzagueantes, a buscar nidos para cazar al lazo la paloma torcaz. En tardes como la de hoy, tormentosa y aplastante, extenuados, nos arrodillaban delante de las claras y frescas fuentes para beber a morro nuestro retrato plano en el agua. Cuidando las vacas, muchas tardes marchábamos detrás de nuestra mirada hasta más allá del horizonte, umbral del altar de lo prohibido, y nos deleitábamos en el miedo que nos causaban los terrible y peligrosos monstruos que lo habitaban, “o siguiendo las huellas de aquella niña estudiante que venía en verano con cerezas en la boca y cabellera como cascada de espigas maduras” (dijo un hombre). Al anochecer, regresábamos salmodiando la partitura pautada por las esquilas del ganado, santo y monótono sonar, para espantar y correr el miedo. Tiempo de bárbaras y cómodas costumbres y sentencias con retranca caídas de labios que chorreaban picardía.