El suelo parecía un lecho de cristal que centelleaba como reflejos rápidos de fuego. Caminaba aturdido por el sol ceniza de las cinco de una tarde de tormenta. Siempre se había sentido en estrecha concordia con la naturaleza. Ahora la incertidumbre, el desconcierto lo hacía sentirse perdido en aquel manglar de sensaciones, desarraigado como un alma que ha huido de otros espacios. Recordaba que por donde estaba pasando se estrellaban contra el suelo arroyos de escamas de plata que se precipitaban desde lo alto y salpicaban al caminante. A un momento temió no poder llegar a la fiesta con el postrero paso de la luz. “Quise alejarme de las salpicaduras de los arrojos y, al dar con la cabeza contra la pared de granito, me desperté. Entonces me di cuenta de que nadaba en el sereno silencio de la noche sosegada del caserón y que ayer, cuando llegué, hacía 25 años que había estado aquí por última vez”. Nos quedamos un poco en silencio, tomó el último sorbo y se fue.