"Los hijos de la tierra son amantes de la sombra más suave, de la fresca verdura, de la charla tranquila, de los cantos del ruiseñor, del dulce sueño, del abrigo fugitivo y nunca tienen palabras bastantes para narrar lo que guardan en su memoria. Tienen el alma invencible y tenaz, pasan el día labrando la tierra, pero siempre hacen tiempo para sentarse a la densa sombra de la higuera, al lado de un suave manantial, al lado del río de orillas seguras para escuchar su eterna canción, dejarse arrullar por el vaho adormecedor del frío abismo donde los rayos del sol no desgarran jamás la penumbra, en la oscuridad del robledal escuchando el lúgubre piar de los pájaros u observar el atardecer desde las macizas cumbres", me dijo en Barcelona de los gallegos un alemán que había pasado varios años en Galicia.