"Dime cómo rezas, y te diré cómo vives" Juan del Río: "A pesar de la desolación, no debemos de dejar de implorar a Dios"
"En este panorama brotan muchos interrogantes tales como: ¿Qué sentido tiene la oración en esta situación? ¿No será más efectivo dedicar el tiempo y los esfuerzos a evitar el contagio y encontrar rápido la vacuna?"
| Juan del Río, arzobispo castrense
El pensamiento materialista ha querido presentar la oración como un refugio de gentes débiles y supersticiosas. La misma posmodernidad ha llevado al hombre a un vacío total, del que intenta salir con la búsqueda de nuevas espiritualidades sin Dios. Estos desafíos culturales han hecho sus estragos en la secularización de la vida cristiana, pero no han apagado la llama de la fe y de la oración.
Ahora en los tiempos presentes, sentimos la amenaza de un enemigo no controlado como es el coronavirus, que pone en crisis todo el sistema dominante y la humanidad se ve sumergida en una crisis sanitaria, económica y antropológica jamás vivida. En este panorama brotan muchos interrogantes tales como: ¿Qué sentido tiene la oración en esta situación? ¿No será más efectivo dedicar el tiempo y los esfuerzos a evitar el contagio y encontrar rápido la vacuna? Estas cuestiones planteadas olvidan que: la persona es un espíritu encarnado. El hombre es algo más que la pura corporeidad, que lo médico-sanitario. El Covid-19 pone a flote la dimensión espiritual del ser humano, que se expresa en la oración del creyente y en el silencio respetuoso del ateo. No todo se sabe en esta vida, el misterio de nuestra existencia nos sobrepasa.
El Papa Francisco desde que comenzó esta pandemia no ha tenido ningún reparo en presentar “la oración y el silencio como nuestras armas vencedoras”. Así lo expreso en la homilía del acto de “Oración en tiempos de epidemia” (Vaticano 27.3.2020). Ello no invalida los esfuerzos médicos y de investigación para frenar y sanar a la población de este virus maligno. Sino todo lo contrario, lo valora, estimula y añade el plus de la gracia de divina que hace de “lo imposible, lo posible”. Porque la oración del creyente en Cristo Jesús no es un añadido, ni paréntesis piadosos, ni perdida de nuestro tiempo. Es la vida misma, “Dime como rezas, y te diré como vives…la escuela de la oración es la escuela de la vida” (Francisco, México 2016).
La identidad de Jesús de Nazaret es orante y obediente. Toda su vida es una continua oración filial al Padre para que se cumpla su voluntad de salvar a los hombres de la muerte y del pecado (Lc 22,41-44). Los discípulos ven como reza su Maestro y le piden que les enseñe a rezar (Mt 6,5-13). La Iglesia naciente después del fracaso del Calvario, los apóstoles y amigos del Señor se sentían “asustados y perdidos”, como pudiéramos estar nosotros en estos tiempos funestos, ¿Qué hicieron? Recordaron aquello que el Señor les dijo:” Pedid y se os dará, buscad y encontrareis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre” (Mt 7,7-9). Se pusieron en camino hacia Jerusalén y por “miedo a los judíos” se reunieron en el cenáculo: “Todos perseveraban unánimes en la oración, junto algunas mujeres y María, la madre de Jesús y con sus hermanos” (Hech 1,14).
Lo que demuestra, que la vida espiritual se alimenta de la oración y se manifiesta en la misión. Como dice el actual Obispo de Roma: “Cuando respiramos en la oración, recibimos el aire fresco del Espíritu y al exhalarlo proclamamos a Jesucristo suscitado por el mismo Espíritu. Nadie puede vivir sin respirar, nadie vive sin rezar” (Roma 2019).
A pesar de la desolación, no debemos de dejar de implorar a Dios en todo tiempo y lugar, con humildad, confianza y perseverancia. En la soledad del aposento o con la comunidad. Elevando súplicas por ti y por los demás, en los momentos de tribulaciones y cuando pase la adversidad. Porque, en definitiva, la oración cristiana da sentido a toda la vida en cada momento y en cualquier circunstancia que nos encontremos.