LA IDEA DE DIOS EN LOS APÓCRIFOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (I)
Escribe Antonio Piñero
Tema importantísimo para conocer la evolución de la idea de Dios en Jesús de Nazaret frente a los siglos anteriores a su existencia
En la literatura apócrifa del Antiguo Testamento hay casi tantas teologías cuantos libros existen, cada uno con sus concepciones y representaciones propias. Precisamente esta literatura es en buena parte espejo fiel del judaísmo que no se dejó «normalizar» nunca. El judaísmo ha sido y es muy libre en materias dogmáticas, como creo que es bien sabido. Es mucho menos libre en cuanto a las normas jurídicas derivadas de los preceptos de la Ley de Moisés, mucho de ellos enunciados con vehemencia y pasión, pero con pocas determinaciones concretas en cuanto a su cumplimiento Por ello resulta tan problemático hablar sobre la teología de los apócrifos: las síntesis son difíciles, los análisis pueden hacerse interminables.
La teología judía de la época helenística (finales del siglo IV a. C. hasta el siglo I d. C.) presenta algunos apuntes nuevos sobre la idea de Dios, que naturalmente es el mismo que el de la Biblia hebrea: Yahvé /Elohim o ’El. La novedad apunta hacia una concepción más racionalista de Dios difundida por el espíritu del helenismo. Tanto la vuelta del exilio de Babilonia como el helenismo ayudan al judaísmo a desarrollar la tendencia a trascendentalizar a Dios, a distanciarlo de la esfera terrenal, a alejarlo de los hombres.
Se agudiza así un fenómeno ya perceptible en el Antiguo Testamento. Un ejemplo: frente al antropomorfismo que rezuma el relato “yahvista” de la creación a comienzos del primer milenio (Génesis 2: Dios hace la tierra; Dios planta un jardín; Dios forma el hombre; Dios reposa tras la creación; Dios busca a Yahvé en el Paraíso), el relato “sacerdotal” cinco siglos posterior (Génesis 1) presenta a un Dios que realiza su acción creadora con el exclusivo poder de su Palabra, sin que llegue a aparecer en escena (Gn 1,3: “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz; Gn 1,6: “Y dijo Dios: Haya un firmamento… y hubo un firmamento…, etc. ).
Dios se concibe entonces ya –como digo, tras el exilio, en especial a medida que en el judaísmo el influjo del racionalismo helenístico– muy alejado del mundo, un Dios que habita no en el tercer cielo, como en la cosmovisión de Babilonia (solo tenía tres cielos), sino en el séptimo e inaccesible cielo, sentado en un trono majestuoso y terrible, rodeado de fuego. Es un rey distante, lejano, misterioso, incomprensible, inefable, cuyo sitial es excelso e inalcanzable.
Es sobre todo entonces, en torno al siglo V a. C. otras el exilio, cuando el nombre de Dios, que representa su esencia, es tan santo que por reverencia y temor deja de pronunciarse, y va siendo sustituido, como se observa en los Apócrifos bien por apelaciones directas como “Señor” (hebreo: Adonay), o indirectas como “Gloria” (hebreo Kabod); “Presencia” (hebreo: Shekhiná), o “Palabra” (hebreo: Dabar ; arameo Memrá; o Lugar (hebreo Makom), que son las más importantes en los Apócrifos.
El nombre propio de YHWH, el tetragrámmaton, “Cuatro letras”, sin vocales, queda reducido al ámbito del Templo, donde empezará la costumbre de que se pronuncie una sola vez al año, en voz baja, en el santo de los santos, por el sumo sacerdote. Las antiguas y simples designaciones como ’Elohim, ’El, ’Eloah (es decir, “Dios” simplemente, Alláh, árabe, como ya sabemos) van desapareciendo en loa Apócrifos del Antiguo Testamento. La literatura judía helenística, apócrifa o no, gustará de dirigirse a Dios como el “Altísimo” (’Elyon), el “Santo” (hebreo: Qadosh), o el “Padre invisible” (griego “Aóratos patér”) por ejemplo, en los Oráculos Sibilinos.
Algunos ejemplos representativos son IV Esdras 8,20-21: “Oh Señor, que vives para siempre, cuya mirada está sobre los altos (cielos) y (cuya morada) está sobre los aires; cuyo trono se encuentra más allá de la imaginación y cuya gloria es inconcebible, ante quien asisten las milicias de los ángeles con temor”, o los Oráculos Sibilinos 4,10-11: «No es posible verlo desde la tierra ni abarcarlo con ojos mortales». Igualmente la Carta de Aristeas en torno a finales del siglo III o inicios del II 155, remarca su señoría absoluta: “Por eso insiste también a través de la Escritura Aquel –es decir, Dios– que dice así: «Te acordarás mucho del Señor (griego Kýrios: “señor absoluto”, sin ningún adjetivo calificativo) que hizo en ti cosas grandes y maravillosas». Hasta hoy: Kýrieeleeison: “Señor ten piedad”.
A esta misma tendencia de respeto y distancia deben adscribirse las especulaciones judías helenísticas –igualmente tanto en los Apócrifos como en los textos deuterocanónicos– sobre las hipóstasis de la divinidad (hipóstasis, literalmente: “lo que está por debajo y hace que algo se sostenga de pie”, utilizadas con el significado de “persona”; “entidad”; “ser”), que se imaginan como entidades divinas que actúan ad extra, hacia fuera, hacia el mundo. La divinidad se “desdobla” o “despliega” para mantener intocada / impoluta su trascendencia. No es Dios quien operó en el momento solemne de la creación, sino su Sabiduría personificada, su “Palabra” (Proverbios 8; Eclesiástico, o Ben Sira 24,3-6; Libro de la Sabiduría 7,22, etc.) o su “Espíritu” (Sabiduría 1,5).
Lo mismo ocurre en algunos textos de las obras deuterocanónicas (canónicas de segundo orden; no aceptadas como sagradas por los judíos y protestantes, como el Eclesiástico, Judit, Sabiduría, 1 2 Macabeos), o eventualmente pasajes de obras de Qumrán, las cuales a menudo muestran la misma teología que la de los Apócrifos). Insisto en que Dios se halla tan alejado que debe “emitir” de sí mismo unos “como modos” suyos, las mencionadas hipóstasis, que operan hacia el exterior. La trascendencia de Dios así queda incólume, sin mezclarse con la materia. Incluso este Dios ha dejado de comunicarse directamente por medio de los profetas, que producían antaño oráculos inspirados y venerandos en su nombre. Volveremos a este tema.
El Dios de los apócrifos es único, sin rival alguno (los llamados dioses no existen), ve todas las cosas (3 Macabeos 2,21), vigila todo desde el cielo (Oráculos Sibilinos 5,352), va creando todas las cosas sobre la tierra (Jubileos 12,4) y sabe lo que en el mundo va a ocurrir incluso antes de crearlo (Antigüedades Bíblicas del Pseudo Filón, 18,4).
El progreso de la idea monoteísta de Dios que se percibe en los Apócrifos del judaísmo helenístico conserva, sin embargo, un punto flaco. A pesar de que la religión judía de esa época insiste una y otra vez en un Dios único, creador único del universo y de todos los hombres y razas, esa divinidad universal y para todos los hombres sigue por siempre ligada a un pueblo, elegido por ella entre todos los demás, y ese pueblo es Israel. El Dios judío sigue “materializando” su voluntad en una Ley cuyo núcleo está constituido por las costumbres y el derecho nacional de un pueblo peculiar, el hebreo.
Esta doble concepción de Dios del judaísmo helenístico universalista y particularista a la vez –de un espíritu universalista, pues extiende continua y expresamente el poder de Dios no solo sobre Israel y sus enemigos inmediatos del Oriente Próximo sino sobre el universo entero, pero que sigue teniendo un pueblo elegido– encierra una contradicción que no se percibe en los Apócrifos, ni tampoco es percibida hoy día en muchos judíos estrictamente observantes.
Por ello se afirma que entre todos los pueblos Dios dispensa una atención especial a Israel, y dentro de Israel, a los que son fieles a sus leyes. Ya el primer hombre fue objeto de un especial cuidado de Dios: «De esta manera extendió su mano el Señor de todas las cosas, sentado sobre su trono santo, levantó a Adán y se lo entregó al arcángel Miguel» (Vida de Adán y Eva [griega] 37), que es su santo patrono y protector.
Sin embargo, más tarde los rabinos dirán, para justificar esta elección, que la Ley (de Moisés) como bien particular del pueblo elegido fue ofrecida por Dios a todas las naciones, pero solo Israel la aceptó. De cualquier modo, lo importante para los apócrifos sigue siendo el círculo privilegiado que engloba a Dios e Israel. El resto del mundo es totalmente secundario. Israel sigue siendo el «linaje escogido» de Isaías 43,20.
De modo consecuente, y muy frecuentemente los Apócrifos del Antiguo Testamento afirman que Israel es el centro de los cuidados de Dios, su primogénito, su unigénito, su amado (4 Esdras 6,58), mientras que las demás naciones son como algo sin valor, como piedrecillas en un secarral, o como un esputo. Tal cual. Es muy duro este vocablo, pero así la afirma el autor del libro IV de Esdras 6,55-59: “Señor, dijiste que en favor nuestro has creado el mundo. Y del resto de las gentes nacidas de Adán dijiste que no eran nada y que eran semejantes a un resto de saliva, comparando su abundancia (son muchos los pueblos gentiles) a una gota que destila un vaso… Y, si en favor nuestro ha sido creado el mundo, ¿cómo no poseemos al mundo como nuestra heredad?”
Que todas las naciones fueron creadas para Israel se afirma también en la Ascensión de Moisés 1,12 y en el Apocalipsis de Baruc [siríaco] 14,18; 15,7; 21,24, aunque curiosamente el mismo 4 Esdras afirma más tarde que el mundo fue creado para la humanidad en general (8,44). ¿En sí contradictorio? Ciertamente, pero prima la idea de que el mundo fu creado por Dios solo para Israel.
Hay, pues, en los Apócrifos del Antiguo Testamento ; y no digamos en los textos esenios de Qumrán, una fuerte corriente particularista: Dios ha dispuesto que la salvación sea sólo para Israel, para todo Israel o bien para sólo un resto; el verdadero Israel, el «resto» de Israel fiel a Yahvé, los santos, los hijos de la luz. Pero el Apocalipsis de Baruc (siriaco) y el Libro IV Esdras oponen a este relativo optimismo de color gris una perspectiva aún más negra: se salvarán muy pocos, incluso de entre los israelitas.
Para los Apócrifos en general, los gentiles no tienen nada que esperar de Dios en el día del juicio postrero (Jubileos 15,26ss). Se puede, pues, decir que la corriente particularista de estos textos judíos prevaleció sobre una corriente universalista, que también existe en la época helenística y que debe ser mencionada: la salvación de Dios es para todos los pueblos o al menos para bastantes de entre los gentiles.
Esta corriente se percibe sobre todo en los Testamentos de los XII Patriarcas que se muestran, por lo general, más propicios a la salvación de los paganos. En los Oráculos Sibilinos 3,753-757 se lee que en tiempos mesiánicos: «No habrá de nuevo guerra sobre la tierra ni sequía, ni volverá el hambre, ni el granizo que destroza los frutos. Por el contrario, habrá una gran paz por toda la tierra y un rey será amigo de otro rey hasta el fin de los tiempos, y el Inmortal en el cielo estrellado hará que se cumpla una ley común para los hombres por toda la tierra», es decir, todos los hombres se harán buenos al final de los tiempos y todos se salvarán.
En 1 Henoc 48,4 se dice que “ese hijo de hombre (= Henoc, como juez final)” será la luz de los gentiles extraviados por los malos espíritus que los apartaron de Dios. Esa tarea será también la de todo Israel que tiene la función en época mesiánica de reconducir a los gentiles al recto camino como un faro potente que ofrece la luz a un mar en tinieblas. Como afirman una vez más Oráculos Sibilinos 3,194-195: «Entonces el pueblo del gran Dios de nuevo será fuerte y será el que guíe a la vida (verdadera, concedida por Dios) a todos los mortales».
Una manera que tiene Dios de revelarse es manifestarse en el curso de la historia. Es esta una idea típica ya de la Biblia hebrea: Dios se revela en lo que ocurre en el devenir humano, especialmente en el de su pueblo elegido, como hemos dicho, por tanto en la historia concreta de Israel. Esta noción queda subrayada aún más en los Apócrifos del Antiguo Testamento. En realidad, la historia no es más que el desarrollo de unos acontecimientos prefijados por Dios en las “tablas celestiales” (especialmente nombradas en el libro de los Jubileos, o “Pequeño Génesis”), en donde están consignados todos los hechos de los hombres, los buenos y los malos.
Existe, pues un determinismo divino, según los Apócrifos del Antiguo Testamento: todo lo que acaece en el mundo está predeterminado por Dios y todo se encamina a la victoria de Dios sobre sus enemigos y sobre los de su pueblo, Israel, naturalmente. La última etapa del mundo, el final de este universo, será la de la salvación definitiva de su pueblo: la historia, que empezó en un paraíso, terminará en un paraíso para el pueblo fiel. Aunque la concepción del tiempo es muy lineal tanto en los Apócrifos como en la Biblia hebrea, hay también una cierta circularidad en la historia: el final será como el principio. Hubo un paraíso; luego el mundo presente, caótico después del pecado de Adán, será aniquilado y será creado un nuevo cielo y una tierra nueva (el nuevo paraíso) para que vivan en ellos los fieles a Yahvé… ¡y solo ellos!
Es notable, sin embargo, que el Dios de los Apócrifos veterotestamentarios, más trascendente y lejano que el de la Biblia hebrea, es a la vez más cercano, tanto que es un Dios cuya esencia es salvar a quienes lo aman, arrancándolos de la pésima situación creada por el lapso de Adán. Hablaremos luego de que Dios es ante todo padre.
Pero curiosamente la predeterminación divina convive en los Apócrifos con la libertad individual del hombre para decidir la propia historia individual de salvación o condenación, aunque sin poder interferir en el curso de la historia general mundana, regida en exclusiva por el Dios trascendente. El ser humano no puede cambiar el devenir de los acontecimientos, que hacen pensar en una idea judía como la del Hado griego, Fatum, Hado, esa fuerza inflexible que preside la vida humana sin dejar apenas espacio para la libertad. En realidad nos topamos de nuevo con un pensamiento contradictorio, porque los acontecimientos en la tierra no se hacen solos, sino que los realizan los humanos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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