Martin Lutero y la soberanía de la Palabra

Durante varios siglos, desde el campo católico se ha anatematizado a Martín Lutero como si fuera poco menos que la encarnación del diablo. Modernos estudios, incluso de historiadores católicos, admiten lo mucho que hubo en él de positivo. Por encima de todo, resulta ejemplar su ardiente celo por la Palabra de Dios, que con gran dolor veía negligida en la Iglesia y reemplazada por doctrinas y escritos humanos. Lástima que por su radicalización al utilizar la Biblia contra el Papa y la Santa Sede romana la Iglesia católica ha tardado cuatro siglos y medio en reconocer lo que había de válido en su doctrina.

La vibración de Lutero por la Sagrada Escritura aparece en muchos de sus escritos, pero nos fijaremos en dos de los más primitivos, en los que por una parte brilla su sentido vivo y personalísimo de la Palabra de Dios, y por otra parte los podemos considerar plenamente católicos, en el sentido de que no hay aún ciertas tendencias o radicalizaciones que en los años siguientes irán apareciendo y creciendo. El primer escrito es de 1512 y el segundo de 1519. Recordemos que en 1517 fijó Lutero sus 95 tesis en el muro de la iglesia del castillo de Wittenberg, pero sólo en 1520 León X lo condenó con la bula Exsurge Domine. El primero trata del papel que las Escrituras han de jugar en la vida de la Iglesia entera; el segundo, de su influjo en la vida de cada cristiano. Por tratarse de textos poco conocidos en el campo católico, los traduzco y transcribo extensamente.

Un sermón de encargo

En 1512 se reunió en Litzka (Alemania) el capítulo general de cierta congregación religiosa. Por aquellos tiempos todos los predicadores clamaban por la necesaria reforma de la Iglesia, entendiéndola en el sentido de reprimir los abusos canónicos y los escándalos morales. El superior general había estudiado teología, pero por lo visto no se sentía muy seguro para redactar el discurso o sermón inaugural que tenía que pronunciar, por lo que pidió a un joven doctor en teología, condiscípulo suyo, que se lo preparara. Martín Lutero – este era el condiscípulo – aprovechó la ocasión para poner en boca de aquel superior toda la pasión que él sentía viendo cómo estaba abandonada la Palabra de Dios en la Iglesia. Aunque más tarde denunciaría con la mayor energía, y en un lenguaje muy directo, los abusos y desórdenes del clero, no era esto lo que más le preocupaba. Tomó como punto de partida el pasaje de 1 Juan 5,1.5: “Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo, y esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe”.

“Es la fe – empezaba diciendo – lo que nos proporciona este nacimiento divino, por el que en Cristo nacemos a una vida divina”. Este nacimiento “no se hace sino por la Palabra de Dios, tal como se dice en Santiago 1,18: «Nos engendró voluntariamente por la Palabra de verdad»”. Este pasaje era muy querido de san Bernardo, y Lutero, que como fraile agustino tenía a Agustín de Hipona como gran maestro, estaba también prendado de la mística de la Palabra de san Bernardo. Como comenta Mariano Ballano, “El cristiano ha nacido de Dios y posee en sí una semilla de vida: el Verbo de Dios. Bernardo siente un simpatía particular por un texto bíblico que refleja esta realidad: «Nos ha engendrado por su propia voluntad con la Palabra de la Verdad»”1. Explica, pues, Lutero que hay dos generaciones o nacimientos distintos, el de la carne y el del espíritu, que vienen de dos semillas también distintas, la celestial, que es la Palabra de Dios, y la terrena, la corporal, que nos transmite la herencia del pecado antiguo. Y después pasaba a aplicarlo a la situación presente de la Iglesia y de aquella congregación religiosa:

“Todo esto se refiere a nosotros, reverendos y óptimos sacerdotes de Cristo. Esta asamblea ha sido convocada precisamente con esta finalidad: que se reúnan los sacerdotes y los que presiden a los pueblos y son ministros de este nacimiento espiritual y divino [...]. Lo primero y lo más importante de todo – y ojalá pudiera hacerlo resonar en vuestros corazones con encendidas palabras de fuego y, como dice el profeta, fulminar con granizo y carbones de fuego, brasas ardientes y flechas afiladas (cf. Is 6,6; Sal 120,4), de tan necesario como es hoy – es, antes que todo, que los sacerdotes estén llenos de la Palabra de verdad. Todo el mundo está hoy lleno hasta desbordar y nos inundan con muchas y variadas porquerías de doctrinas: con tantas leyes, tantas opiniones de hombres y hasta tantas supersticiones, por todas partes el pueblo es abrumado, más que enseñado, hasta el punto de que la Palabra de verdad brilla sólo tenuemente, y en muchos sitios no se ve ni una chispa de ella. ¿Y qué nacimiento puede haber allí donde se engendra con palabra de hombres, y o con la de Dios? Tal la palabra, tal también el parto; tal el parto, tal el pueblo.

Solemos admirarnos de que en el pueblo de Dios reinen la discordia, la ira, la envidia, la soberbia, la desobediencia, la sensualidad, la gula, y que la caridad se enfríe del todo, la fe se apague y la esperanza se desvanezca. Dejad de admiraros, por favor. Estas no son cosas que nos hayan de maravillar. Nuestra, de los prelados y de los sacerdotes, es esta culpa. Deberíamos más bien maravillarnos de que sean tan ciegos y olvidadizos de su deber los que tendrían que ser ministros de este nacimiento por la Palabra de verdad que, dedicados a otras cosas y ahogados por las preocupaciones temporales, lo omitan casi del todo. La mayoría, como he dicho, enseñan fábulas y elucubraciones humanas. ¿Y todavía nos maravillamos de que de tales palabras resulte tal pueblo?

Ahora quizás alguien me dirá que son un gran pecado y un escándalo la fornicación y la embriaguez, los juegos y todas las demás cosas dignas de reprensión que pueda haber en el clero. Lo reconozco, estas cosas son graves, se han de reprender, se han de corregir. Pero de estas cosas todo el mundo se da cuenta, porque son totalmente corporales y perceptibles por los sentidos, y por lo mismo conmueven los ánimos. Pero ¡ay! Es incomparablemente más nociva y cruel esta otra ruina y peste: no haber utilizado la Palabra de verdad, o haberla adulterado. Y este mal, como no es palpable y corporal, no se reconoce, no conmueve, no da miedo, a pesar de que es el que más convendría que advirtiéramos. ¿Qué sacerdote hay hoy en día que no juzgue que ha cometido el mayor de los pecados si ha caído en el vicio de la carne, si no ha rezado, si ha tropezado al decir el canon de la misa, y no si ha prescindido de la Palabra de verdad o no la ha comentado como era debido?

Estos eclesiásticos, por buenos y santos que por lo demás sean, yerran gravísimamente. La Palabra de verdad es lo único en lo que piensan que no pueden pecar, cuando puede decirse que es casi lo único en que el sacerdote peca como sacerdote. En lo demás peca como hombre [ut homo]; en esto, si omite la Palabra, peca contra su ministerio y como sacerdote [in officium suum et ut sacerdos]. Por lo tanto, por mucho que por lo demás los pontífices o sacerdotes sean santos y bienaventurados, si en esta sola cosa son descuidados – como casi todos lo son -, en no preocuparse de tratar debidamente la Palabra de verdad, ciertamente hay que contarlos delante de Dios entre los lobos y no entre los pastores. Ya puede ser por lo demás casto, ya puede ser humano, ya puede ser sabio, aumentar las rentas, levantar edificios y ampliar su autoridad, o hasta hacer milagros, resucitar muertos y expulsar demonios: sólo es sacerdote y pastor quien es ángel del Señor de los ejércitos, esto es, mensajero de Dios, o sea el que con la Palabra de verdad preside al pueblo y le sirve en orden a este nacimiento divino.

No son por tanto los peligros de los pastores aquellos de los que se suele hablar: lo encumbrado del cargo, el gobierno de las conciencias, la cuenta que tendrán que rendir de las riquezas y de la autoridad. Todo esto son cosas insignificantes. El mayor peligro es haber abandonado la Palabra de verdad y no haber incrementado el pueblo de Dios, que sólo aumenta con este nacimiento y sólo con esta Palabra se alimenta y se perfecciona [...].


Terminaba Lutero proponiendo, en vez de reformas accidentales, un gran plan de evangelización, para el cual ante todo los sacerdotes deberían aplicarse a un más profundo conocimiento de la Biblia, y después habrían de emprender una especie de misiones populares proclamando la Palabra para engendrar a la vida divina un auténtico pueblo de Dios:

Por tanto, si en este venerable Sínodo establecierais muchas normas, si todo lo regularais bien, pero no os aplicarais a esto: que sean enviados sacerdotes maestros del pueblo, de modo que, arrinconadas las fábulas que no tienen autor, se dediquen y apliquen al puro evangelio y a los santos comentaristas de los evangelios y proclamen al pueblo con temor y reverencia la Palabra de verdad [...], si no lo procuráis con el mayor interés, con piadosas oraciones, con un constante esfuerzo, yo declaro con toda libertad que todo lo demás no vale nada, que nos hemos reunido en vano, que no ha servido para nada”2.


Meditar sacramentalmente la Palabra

Se trata de un sermón que Lutero pronunció la noche de Navidad de 1519. Aunque sus relaciones con Roma eran ya muy tensas, y al año siguiente su doctrina sería solemnemente condenada por el Papa León X, la doctrina que Lutero expone aquí es plenamente católica, porque consiste en la afirmación irrefutable de la fuerza salvífica de la Palabra de Dios, particularmente el evangelio. Cuando insiste en que el misterio de la Navidad sólo me aprovechará si creo firmemente que es por mí que nació en Belén, diríase que es la misma doctrina que Dom Marmion expuso admirablemente en su libro Jesucristo en sus misterios, sobre todo al final del primer capítulo, Los misterios de Cristo son nuestros misterios, donde se pregunta cómo los misterios de Cristo pueden ser nuestros misterios. Y responde:

“Por tres razones.
Primera, porque Cristo los vivió para nosotros. [...] Por nosotros realmente bajó de los cielos, para obrar nuestro rescate y salvarnos de la muerte: Propter nos et propter nostram salutem [“Por nosotros y por nuestra salvación”], para comunicarnos la vida: Ego veni ut vitam habeant [“He venido para que tengan vida”] (Jn 10,10), pues no tenía Él necesidad de satisfacer ni merecer, siendo como es Unigénito de Dios, igual al Padre, sentado a su diestra en lo más encumbrado de los cielos; y, no obstante esto, todo lo ha padecido por nosotros [...]. Así que vivió Jesús todos sus misterios en favor nuestro, para darnos más tarde un puesto junto a Si en la gloria de Dios Padre [...].
Otra razón de que nos pertenezcan los misterios de Jesús, es porque en todos ellos se muestra Cristo nuestro modelo [...]. Jesucristo es Dios vivo en medio de nosotros; es Dios que se manifiesta, se hace visible, tangible, se pone a nuestro alcance, nos muestra tanto con su vida como con sus palabras el camino seguro de la santidad, sin que tengamos que buscar fuera de él otro modelo de perfección. Cada uno de sus misterios es una revelación de sus virtudes [...]. Jesús en sus misterios ha ido, por decirlo así, señalando las diversas etapas que tenemos que recorrer con Él y tras Él en nuestra vida sobrenatural, o mejor, Él mismo arrastra el alma fiel en su marcha de gigante: Exultavit ut gigas ad currendam viam [“Contento como un héroe, a recorrer su camino”] (Sal 18,6) [...].
Hay, por fin, otra razón más íntima y profunda del por qué son nuestros los misterios de Jesús: no sólo porque los ha vivido Jesús por nosotros, no sólo porque son modelos que imitar, sino porque Cristo en sus misterios se hace uno con nosotros [...]. En el pensamiento divino formamos una sola y misma cosa con Cristo”3.


La noción luterana de meditación sacramental del evangelio aquí expuesta es esencial para la práctica de la genuina lectio divina. Cuando dice que se dirige a los angustiosos, está reflejando su propia experiencia, cuando hallándose al borde de la desesperación, porque a pesar de todos sus esfuerzos ascéticos no se sentía salvado, sino condenado, reaccionó con un acto de fe ciega en la misericordia de Dios y la eficacia de la justificación en Jesucristo. Por otra parte, hay en este sermón de Lutero una tierna devoción hacia la Virgen María, aunque su puesto en modo alguno se confunde con el de Jesús.

Desde el comienzo os advierto que toda la vida de Cristo, todo lo que Jesús hizo, lo hemos de considerar de dos maneras: como sacramento y como ejemplo. Porque, a la gran masa del pueblo de Dios, se les predica a Cristo sólo como ejemplo, igual que los demás santos, como pueden ser Pedro, Pablo o Juan, que también nos dejaron sus ejemplos. ¿No les aventaja en nada Cristo? En mucho, ciertamente. En Juan [Bautista] puedes encontrar un ejemplo de humildad, y eso mismo lo puedes encontrar en Cristo, pero fíjate con qué diferencia (y ojalá descubrieras en esto el sentido de todo el evangelio, porque nada hay ni más santo ni más provechoso, tanto de escuchar como de enseñar). Encuentras, pues, en Juan, un ejemplo de humildad, pero no en el sentido de que él te comunique la humildad, sino porque, encendido de amor por su virtud, te esfuerzas por imitar lo que él hizo, en cuanto puedes. En cambio en Cristo encuentras no sólo el ejemplo, sino también la misma virtud. Esto es: Cristo no sólo muestra la imagen de la virtud que hay que imitar, sino que infunde en los hombres la virtud misma, y así la humildad de Cristo se convierte en nuestros corazones en humildad nuestra. Y eso es lo que yo llamo meditar sacramentalmente. Es decir, que todas las palabras y todas las narraciones evangélicas son como sacramentos, o sea signos sagrados, por medio de los cuales Dios obra en los creyentes lo que aquellas historias evangélicas significan. [...]

El evangelio de la noche de Navidad era el comienzo de Mateo, con la genealogía de Jesucristo: Generatio Jesu Christi.... Nosotros traducimos, con razón, por “Genealogía de Jesucristo”, pero Lutero, que pronuncia el sermón en latín, piensa en el sentido de “generación” o engendramiento de Jesucristo, porque quiere proclamar que su nacimiento humano es causa de nuestro nacimiento divino.

El sermón está en latín, como hemos dicho, pero cuando dice que para que el nacimiento de Jesús te sea de provecho has de decir a María: “Madre, este pequeñuelo es mío”, esta tierna frase la sale en su lengua materna alemana: Mutter, das Kindlein ist mein!

“Generación de Jesucristo…”. Estas palabras son como un sacramento en virtud del cual, si creemos, también nosotros somos engendrados. Tal como el bautismo es un sacramento por el que Dios renueva al hombre, tal como la absolución es un sacramento por el que Dios perdona los pecados, así también las palabras de Cristo son sacramentos por los que se realiza nuestra salvación […].

Además, es preciso que consideremos todo esto realizado en nosotros. Aunque yo escuche la historia de Cristo, si no pienso que todo aquello va por mí, como si por mí Cristo hubiera nacido, padecido y muerto, de nada me sirve la predicación o el conocimiento de la historia […]. Por muy dulce que Cristo sea, por muy bueno que sea, no me será de provecho, no me será motivo de gozo si no creo que es por mí que es dulce y que es bueno, y no digo: “¡Madre, este pequeñuelo es mío!”

Partiendo, pues, de esta base, meditemos la infancia de Cristo: Pero meditémosla pensando que todo sucedía tal como vemos que sucede en nuestros niños. Que nadie piense que ya entonces Cristo mostró alguna señal de su majestad: en todo se comporta como un niño, tal como suelen hacerlo los nuestros. No contemples en Cristo la divinidad visible, antes bien dirige tu pensamiento a este cuerpecito, a este niño, Cristo. La divinidad nos espantaría, porque aquella majestad inaudita no puede dejar de aterrorizar al hombre. Por eso Cristo se hizo hombre y se revistió de todo lo humano, excepto el pecado, para que no te espantes, sino que lo abraces con agradecimiento y amor, y quedes así consolado y animado. Por consiguiente, hay que presentar a Cristo a todos los hombres como aquél que vino a traernos la salvación y la gracia.

Lo digo sobre todo a los angustiosos, a los preocupados y de conciencia intranquila: que contemplen a menudo a este niño y mediten con fe que es él quien ha satisfecho por nosotros. Sin duda recibirás gran consuelo. Mira a Cristo recostado en el pesebre, o en brazos de una mujer, y mujer joven, y además virgen. ¿Qué puede haber más amable que un niño? ¿Qué más pacífico que una mujer? ¿Qué más dulce que una jovencita? […]. No tengas miedo de acudir a este niño y de recibir de él consuelo. No dudes de que si te abrazas a este niño, que juega, que salta sobre las rodillas de una doncella, si le diriges elogios, si le sonríes, si meditas todo esto, tu alma encontrará paz y tranquilidad. Mira de qué modo te atrae Dios: te propone un niño a quien acudir. Nadie ha de tener miedo de él, porque no hay cosa que resulte más amable a los hombres […]. Este es el niño de quien hemos de esperar y a quien hemos de pedir la salvación. Creo que no hay cosa más consoladora para el género humano que el hecho de que Cristo se haya hecho plenamente hombre, un niño que sobre las rodillas de una doncella juega divertidísimo entre sus pechos […].


Termina con una espléndida definición de meditación sacramental, que recuerda la definición clásica que el catecismo católico da de los sacramentos, y que puede ser aplicada a cualquier evangelio. Si es el episodio evangélico de una resurrección, hay que creer que por la fuerza de la Palabra, si tengo fe, me hará pasar de muerte a vida; si es de la curación de un ciego, me hará ver; si es una expulsión de demonio o el perdón de un pecador, me he de sentir perdonado.

Esta ha sido nuestra meditación sacramental del evangelio. Meditar sacramentalmente el evangelio es tener fe en que sus palabras realizan en nosotros lo que dicen. Cristo ha nacido: cree que ha nacido para ti, y tú renacerás. Cristo ha vencido a la muerte y al pecado, y tú también habrás vencido.

Esto es lo que el evangelio tiene de propio, y que ninguna historia humana nos puede proporcionar […].
El nacimiento de Cristo es la causa del nuestro. Como ejemplo, ves que en la humildad de la carne él ha abandonado su majestad: abandona también tú tu orgullo. Ves que Cristo se hace todo para todos: sé también tú servidor de los demás. Pero, para poderlo hacer, medita a Cristo sacramentalmente, es decir, confía que es él quien te dará la posibilidad de hacerlo”4.
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