Hoy arranca en la Audiencia Nacional el juicio contra los asesinos de la UCA Tamayo: "Los mataron por haber vivido el cristianismo no como opio del pueblo, sino como liberación de los oprimidos"
"La práctica profética que les condujo a la muerte, compartiendo la suerte de los profetas de Israel, abrió las veredas de la paz y activó los procesos de reconciliación, el final de la guerra y los acuerdos de paz de 1992"
A Ellacuría lo mataron, responde Eduardo Galeano, “por creer en esa imperdonable capacidad de revelación y por compartir los riesgo de la fe en su `poder de profecía”
De nuevo tiene lugar mi encuentro con los jesuitas y las dos mujeres que fueron asesinados en San Salvador el 16 de noviembre de 1989. A diferencia de otros momentos marcados por la tristeza, este reencuentro está cargado de alegría y esperanza porque hoy comienza el juicio en la Audiencia Nacional contra el ex coronel y viceministro de Salud Pública de El Salvador, Orlando Montano, acusado de terrorismo, con una demora de treinta años.
El recuerdo de los mártires voy a hacerlo en esta ocasión con la novela Noviembre, de mi amigo el escritor salvadoreño Jorge Galán, publicada por Tusquets Editores en 2016 y galardonada con el Premio de Narrativa de la Real Academia Española por ser “una novela y una construcción literaria llena de verdad histórica y humana”.
La entrega del premio tuvo lugar en una histórica ceremonia que nunca olvidaré. En ella Jorge leyó un breve y muy emotivo discurso de agradecimiento escuchado en un silencio estético-místico que hizo saltar las lágrimas de muchas personas invitadas al acto. Rl prolongado aplauso sonó musicalmente bajo la bóveda del salón donde se celebraba la ceremonia. Los meses anteriores yo había acompañado a Jorge por diferentes ciudades españolas para la presentación del libro, que contó con una excelente acogida y en plena sintonía con el relato estremecedor de la novela.
En el mes de agosto fui invitado por la Universidad Don Bosco y la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y volví a leer Noviembre, que se inspira en el asesinato de seis jesuitas -Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Juan Ramón Moreno, Amando López y Joaquín María López y López- y dos mujeres salvadoreñas –Elba Ramos, empleada doméstica, y su hija Celina, de 15 años-. Los asesinos fueron militares integrantes del Batallón Atlacatl -muchos de los cuales formados en la Escuela de la Américas- en cumplimiento de la orden del Estado Mayor del Ejército de El Salvador.
La novela aporta luz sobre los hechos y se adentra en otros crímenes impunes contra religiosos de El Salvador como el jesuita Rutilio Grande, monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, y cuatro religiosas de Estados Unidos. Recoge el testimonio de Alfredo Cristiani, entonces presidente del país centroamericano, que reconoce la autoría militar de los crímenes de los jesuitas. El novelista se vio obligado a abandonar el país por las amenazas de muerte recibidas. La obra se caracteriza por un insobornable compromiso ético, una profunda sensibilidad hacia el sufrimiento de las víctimas, la valentía y el coraje para denunciar a los autores materiales y a los responsables intelectuales, a quienes pone nombre y apellidos.
Leí el libro recorriendo algunos de los escenarios donde sucedió el óctuple asesinato. Visité las aulas donde impartían clases los profesores asesinados. Conocí la residencia donde vivía la comunidad de jesuitas. Toqué el césped del “Jardín de las Rosas” donde se encontraron los cadáveres, así llamado porque en él plantó Obdulio, esposo de Elba y papá de Celina, un círculo de rosas rojas y en el centro dos rosas amarillas en memoria de su hija y de su esposa. Entré en la capilla y me detuve ante sus tumbas.
Visité el Memorial de los Mártires del Centro Monseñor Romero donde están expuestos algunos de los enseres personales de los muertos, entre ellos el libro empapado en sangre El Dios crucificado, del teólogo alemán Jürgen Moltmann, que se encontraba en la estantería de la habitación de Jon Sobrino y cayó al suelo al ser arrastrado el cuerpo de Juan Manuel Moreno hacia esa habitación. Es todo un símbolo en plena sintonía con la teología histórica de los pueblos crucificados, a quienes hay que bajar de la cruz, elaborada por Ignacio Ellacuría, a, para quien la realidad histórica de los “pueblos crucificados” constituye el lugar social y hermenéutico de su teología.
Aquella madrugada del 16 de noviembre los militares entraron en la UCA con la voluntad de eliminar a su rector, Ignacio Ellacuría, una de las figuras más relevantes de la teología y de la filosofía de la liberación, y a sus compañeros jesuitas, prestigiosos intelectuales que analizaban críticamente la realidad del país centroamericano desde diferentes disciplinas: ciencias sociales, psicología social, economía. filosofía, teología, teoría política, derechos humanos, etc. El múltiple crimen, la autoría militar del mismo y la forma irracional como se produjo conmovieron al pequeño país centroamericano de El Salvador, a América Latina y al mundo entero.
Mientras leía la novela y recorría los lugares de la vida y la muerte de las personas mártires me rondaba a cada paso una pregunta que ciertamente no era retórica: ¿Por qué los mataron? Y topé con varias respuestas, a las que sumaré la mía propia. Para los sectores eclesiásticos salvadoreños aliados con la oligarquía y el poder político, el asesinato se debió a que los jesuitas se habían alejado de su misión pastoral y se habían implicado en la actividad política del lado de los guerrilleros revolucionarios. “¡Se lo tenían merecido!”, me imagino que pensaban para sus adentros. Algunos obispos responsabilizaron al FMLN del asesinato y así lo transmitieron al Vaticano, aun cuando fuera una versión inverosímil.
Jon Sobrino, compañero de las víctimas, que se libró de la muerte por encontrarse fuera de El Salvador, piensa de manera muy distinta: los mataron “porque analizaron la realidad y sus causas con objetividad. Dijeron la verdad del país con sus publicaciones y declaraciones públicas. Desenmascararon la mentira y practicaron la denuncia profética. Por ser conciencia crítica de una sociedad de pecado y conciencia creativa de una sociedad distinta, la utopía del reino de Dios entre los pobres. ¡Y eso no se perdona!”
No puedo compartir la respuesta de las sectores eclesiásticos conservadores, sí la de Sobrino, a la que añadiría otras: los mataron por haber vivido el cristianismo no como opio del pueblo, sino como liberación de los oprimidos, por denunciar la triple alianza del poder político, económico y militar, por trabajar por la paz y la justicia desde la no violencia. anticipar con su estilo de vida la utopía de otro mundo posible, por ser sinceros para con el Dios de la vida, ser auténticos en el seguimiento de Jesús el Cristo liberador, ser honestos con la realidad y ser coherentes en su estilo de vida austera.
A Ellacuría lo mataron, responde Eduardo Galeano, “por creer en esa imperdonable capacidad de revelación y por compartir los riesgo de la fe en su `poder de profecía”.
La novela Noviembre profundiza en estas causas y suma otra más, que sin duda es la clave política de los asesinatos. En un ejemplo de honestidad intelectual y de búsqueda de la verdad desde la historia y la ficción literaria. Jorge Galán cree que los mataron porque estaban construyendo puentes de diálogo entre el gobierno y la guerrilla para la paz, y los militares dinamitaron salvajemente dichos puentes.
De la muerte de los jesuitas asesinados creo se puede decir lo que afirma de Ellacuría el filósofo Carlos Molina, profesor del Departamento de Filosofía de la UCA: “dio pie al surgimiento de un conjunto de pensadores –teólogos, filósofos, escritores, comunicadores- alrededor de su obra. Asimismo, muchas comunidades de creyentes y no creyentes, comprometidos con la emancipación humana, encontraron en la vida y muerte del jesuita una razón y una inspiración para luchar”.
Y continúa: “Se trata de una esperanza que surge de la radical desesperanza y una ‘buena nueva’ que no por ser lúcida sería menos dolorosa… Considero que esa muerte en que culmina la obra ellacuriana marca una dirección reflexiva que clava una de las líneas más certeras en la vida de otros profeta de nuestras tierras [Monseñor Romero], que pudo conjugar la esperanza con la denuncia de las injusticias situándose en el lugar de los pobres y excluidos”.
Vida, pensamiento, praxis liberadora y muerte son inseparables en los mártires de El Salvador. Por paradójico que parezca, la muerte dio sentido a su vida. Su pensamiento constituye la más auténtica interpretación de su vida en clave liberadora como ser-para-los-demás. Su compromiso por la justicia es la narrativa alternativa al discurso de la dominación, la dependencia y el subdesarrollo impuestos por el Norte global a los pueblos del Sur global. La práctica profética que les condujo a la muerte, compartiendo la suerte de los profetas de Israel, abrió las veredas de la paz y activó los procesos de reconciliación, el final de la guerra y los acuerdos de paz de 1992.