1.8.22 Un futuro para Ignacio de Loyola. Identificarse con Jesús, re-construir el cristianismo
Ayer, 31.7.22, con celebraciones solemnes (Pamplona y Loyola), terminó el primer medio milenio de la historia de Ignacio (1521-2021), un tiempo novedoso, enriquecido por figuras como Lutero y Calvino, Juan de la Cruz y Teresa de Jesús, Vicente de Paul y Francisco de Sales, Edith Stein, Teresa de Lisieux y D. Bonhöffer.
Pero más que cierre del primer medio milenio de Ignacio, esta fecha puede marcar el comienzo y despliegue del segundo medio milenio (2022-2522), pues su proyecto de oración y “ejercicio cristiano” va más allá de lo que ha sido la Compañía de Jesús (SJ) y su influjo en la iglesia.
| X Pikaza Ibarrondo
Ignacio, el proyecto de Jesús
(Imagen 1: Diccionario de Pensadores cristianos. Ignacio, primero de fila 3. Aparece también la imagen de otros pensadores citados en subtítulo de esta postal.)
No hemos agotado el proyecto y programa ignaciano de redescubrimiento y actualización de Jesús, que es más amplio que su Compañía (SJ) y que la misma iglesia. Por otra parte, de un modojuicio providencial, el Papa Francisco, es jesuita, buen conocedor del proyecto de Ignacio, que él está aplicando de un modo cada vez más intenso al “espíritu y gobierno” de la Iglesia.
Quiero insistir en Ignacio para recuperar con él a Jesús, en la línea de sus oración, como experiencia radical de autonomía creyente, no de sometimiento a Dios ni a la Iglesia, pues el Dios de Jesús es libertad, sentida, razonada, compartida, y su iglesia es sociedad de hombres liberados.
La Iglesia en conjunto (en su gran aparato) había perdido libertad y humanidad, humanidad de Jesús, centrándose en sus propias tradiciones de poder sacral. En contra de eso, Ignacio (como Francisco) de Asís, Ignacio sintió la necesidad de volver libremente al Jesús histórico de-construyendo todos los restantes “principios sacrales” (que son a la postre mundanos), para reconstruir su y la vida de la Iglesia en Cristo, en identidad personal con él, en total libertad.
Ejercicios espirituales, reconstruir la vida en Jesús
(Lo que sigue esta tomado básicamente de Oración cristiana)
Ignacio no era un eclesiástico, sino un hombre de mundo, señor de tierra vasca, guerrero, caballero, un convertido, un fundador universal, un hombre que quiso vivir en libertad, para reencontrarse en Jesús y para caminar a su lado o, mejor dicho, para ser Jesús sobre la tierra. Por eso, sus "Ejercicios espirituales" (tras una primera semana de “ajustes” personales) trazan un camino de encuentro radical con Jesús, a solas con el Evangelio (sin mediaciones externas, sin jerarquías, ni derechos); cada uno a solas ante Jesús, para reconstruir en él y con él la propia identidad pudiendo así vivir en comunión liberadora con todos los hombres y mujeres de su entorno.
Ignacio comienza con una primera semana dedicada al conocimiento de sí mismo. Siguen después tres semanas de re-conocimiento y de re-construcción a la luz y al fuego de la vida de Jesús. Éste es su tema, este es su camino. En estos momentos de crisis (año 2022), lo mismo que en el año y tiempo de su conversión (año 1521 ss), Ignacio propone y camino de Jesús como fuente de libertad, de identidad, de recreación y social. Con ese fin, Siguiendo un esquema normal en su tiempo, él recoge 42 temas del nacimiento, vida-muerte y pascua de Jesús (dos por cada día, 14 por cada semana) cuyo sentido sigo aquí exponiendo
Inmersión en Cristo, contra toda domesticación piadosa
Sin duda, los cristianos han “meditado” siempre sobre Jesús, pero en principio esa meditación no aparecía como un ejercicio programado de identificación con Jesús para ser y vivir en libertad, para servicio de los demás. Pues bien, llegado el siglo XVI, Ignacio de Loyola ha convertido la meditación en ejercicio regular, metódico, constante de piedad, a fin de que cada uno pueda ser y sea Cristo en el mundo
Hay una oración que sirve para domesticar a los hombres, para tenerles sometidos a un dios de poder. En vez de ser camino en libertad, mucha oración ha sido ejercicio programado de sometimiento a poderes falsamente sacaralizados. Una parte considerable de la oración llamada cristiana ha servido para tener domesticados a los hombres, bajo un Dios que es “poder”, bajo un tipo de iglesia que marca y define lo que los hombres han de hacer…
Oración, experiencia y tareade libertad….
Esta oración de Ignacio tiene un momento de radical individualismo. Hasta entonces, la oración era más bien comunitaria, en un contexto de lectura y alabanza compartida. Ahora ha brotado un hombre nuevo, que se enfrenta de manera más personal ante su propia problemática y destino. Por eso busca un modo más individual de unirse a Cristo, de enfrentarse a su misterio y de acoger su gracia. Lógicamente, la liturgia compartida quedará en segundo plano. Cada orante habrá de hacer su «propia liturgia», su camino de encuentro con el Cristo. Por eso es necesaria una manera nueva de meditación.
Orar meditando es es renacer con Cristo, descubrirse libre en Dios, en amor, para los otros. Por eso, los primeros «ejercicios» del espíritu, una vez que hemos quebrado la coraza de pecado de este mundo (primera semana), nos conducen (segunda semana) al lugar del nacimiento personal en Cristo, como Cristo. Nace Jesús en el establo de Belén y, de esa forma, el mismo Dios viene a nacer en medio de nosotros. Pues bien, el orante se identifica con el Cristo niño, se hace niño y, dejando los proyectos, ideales y ambiciones anteriores, comienza a renacer con Cristo. En ese aspecto, meditar implica iniciar de una manera nueva la existencia: he de morir a los caminos viejos de mi historia de deseos, vanidades, glorias y disputas de la tierra; he de renacer o, mejor dicho, tengo que dejar que Cristo nazca en mi existencia, haciéndome con él un hombre nuevo.
Algunos han criticado la meditación diciendo que es racionalista. Eso puede haber pasado en autores que vienen tras Ignacio: quizá algunos han tomado la meditación como ejercicio donde triunfa lo especulativo. En contra de eso, Ignacio ha presentado la meditación como ejercicio de transformación vital: es un camino de conformación fuerte con Cristo; el orante va dejando su existencia antigua y nace a la existencia de Jesús, de manera que Jesús mismo renazca-reviva-remuera-resucite en su camino. Por eso, el hombre de la meditación es otro Cristo que aparece y actúa de manera liberada, radical, comprometida en nuestro tiempo.
A través de la meditación, Ignacio ha pretendido forjar hombres liberados que existan ya con la existencia de Jesús y que, formando nueva compañía de soldados para el reino, actualicen su misión en este tiempo. Por eso necesita transformarlos, realizando en ellos una especie de cambio de conciencia que les vuelva libres y dispuestos para todas las empresas de su reino. Este cambio de conciencia se realiza en cuatro tiempos
1.Composición de lugar. Para iniciar el camino de su meditación, el orante ha de evocar y «componer» o recrear en su imaginación el encuadre de una determinada escena evangélica. De esa forma puede concentrarse enteramente en ella.
- Discurso de la mente. Centrado en la escena, el orante ha de pensar a fondo acerca de ella. Así discurre: organiza y elabora los diversos aspectos del misterio, para descubrir lo que ellos significan. La oración tiene pues un rasgo de razonamiento.
- Participación del corazón. El orante no consigue resolver con su discurso los enigmas que le ofrece el evangelio. Por eso debe introducirse en el misterio. Ya no piensa, no razona. Deja que Dios mismo hable en su hondura, al interior del corazón, y de esa forma participa en el misterio.
4 Transformación de la voluntad. La oración se convierte en nuevo compromiso que brota del amor de Cristo, en actitud de entrega radical a la misión del evangelio: no soy yo quien se decide y compromete; el mismo Cristo me ama y actúa con su fuerza salvadora a través de mi existencia.
- Composición de lugar. Estar en el mundo.
Ignacio no ha querido fundar su nueva empresa en la razón pensante del hombre . Sabe que ella es importante, pero sabe que en su base están la imaginación y los recuerdos, los proyectos y deseos sensibles de la vida. Por eso no se puede partir del pensamiento. La oración ha de fundarse en los principios sensibles de la vida, centrándolos en Cristo; sólo así podrá centrar y dirigir después el pensamiento. Hay otra causa. La meditación cristiana no se ocupa de problemas que se pueden resolver por la teoría: misterios inmutables y verdades eternas de la mente que supera el mundo y se introduce en lo divino. La meditación cristiana ha de enfrentarse con Jesús y con su historia, es decir, con la historia concreta de los hombres en el mundo. con aquellos hechos primordiales que suscitan y sostienen nuestra vida de creyentes, arraigándola en el tiempo y espacio de la tierra.
No trata de olvidar nuestro pasado, sino de fundarlo en Cristo. No trata de borrar nuestros deseos, las imágenes sensibles que parecen dominar la fantasía. Quiere centrar todo eso en Cristo, concentrando nuestra fantasía y sentimiento en los aspectos más visibles y más fuertes de su historia: nacimiento, vida y pascua.
Esta opción ignaciana es teológicamente importante: Dios no se encuentra en el vacío de este mundo, sino allí donde los hombres de este mundo viven, sufren, buscan y se defindn como humanos, en apertura hacia el amor y vida en plenitud, tal como se expresa en la historia de Jesús. Por eso resulta teológicamente peligroso para el cristianismo un tipo de oración puramente introspectivo, una meditación trascendental donde no exista lugar para el encuentro con el Cristo que ha venido en carne, haciéndose por tanto historia humana.
Un tipo de meditación trascendental se centra en el aspecto supracósmico y suprahistórico de Dios. Por eso, en la oración debemos superar los rasgos que podemos llamar «categoríales», las imágenes y formas concretas de este mundo. Dios emerge en el vacío trascendente de la mente. Por eso, para orar hay que aprender a suscitar ese vacío, superando las pre-ocupaciones de este mundo. Sin embargo, eso no puede llamarse todavía una oración cristiana. La meditación cristiana debe penetrar en lo sensible, en el recuerdo de Jesús y de su historia, de manera que esa historia se convierte en lugar de Dios y campo de manifestación de su misterio. La misma ley de encarnación nos pone sobre el mundo, iniciando en lo sensible aquel camino que conduce a lo divino.
Veamos un ejemplo. Supongamos que la meditación tiene por lema el nacimiento (cf. Lc 2, 1-21). Partiendo del texto evangélico, el orante debe situarse ante la historia concreta del nacimiento de Jesús en la historia, en la historia de su vida, y en la historia de todos los hombres que nacen en manos de Dios (a veces marginados y amenazados en la historia. El orante no es un simple espectador que mira desde fuera lo que pasa. En su oración se vuelve actor: penetra en la vivencia de la escena y deja que ella misma le penetre, le conforme, le transforme… Y esa escena del nacimiento de Jesús ha de entenderse y vivirse en el contexto de duro y fuerte proceso del nacimiento de los hombres en la historia, con lo que ello implica para los orantes cristianos.
Reflexión de la mente, pensamiento.
Éste es el nuevo centro de la oración. Orar implica pensar sobre Jesús, como lugar de manifestación definitiva de Dios. Frente a todos los intentos anti-racionales, frente a todas las tendencias de un tipo de mística vacía o sin objeto, la oración cristiana tiene un “objeto y tema” que es la vida y presencia de Dios en Jesús.
Somos pensantes y debemos “pensar sobre Cristo”, situándole en su lugar y tiempo (año 0-30), para así poderle ver y sentir en nuestro tiempo (2022). Tenremos que pensar con intensidad, pensar hasta que duela, situándonos ante la vida de Jesús, en comparación con nuestra vid… Así, centramos la razón de tal manera que no vague, vaya y venga, hasta perderse entre los rostros cambiantes de las cosas. La centramos en la vida de Jesús, para entenderla, de tal forma que en un momento dado vengamos a encontrarnos como dominados, absorbidos por aquello mismo que pensamos sobre el Cristo, sabiendo que no somos nosotros los que pensamos sobre Jesús, sino que es él, Dios encarnado, el que piensa y vive en nosotros. No somos porque pensamos, sino porque somos pensados.
Pues bien, en ese instante, si hemos hecho bien nuestro ejercicio, descubrimos que es preciso superar el pensamiento, descubriendo que la historia de Jesús, el Cristo, nos desborda, nos trasciende y sobrepasa, para así arraigarnos y fundarnos dentro del misterio. Ciertamente, en un momento querremos resolverlo todo con razones, de manera que seamos dueños y señores de todo por la mente. Pues bien, en ese plano, en un momento dado, ya no podemos seguir pensando… Más allá de la meditación como pensamiento racional emerge, en Cristo y por Cristo, un más alto pensamiento que es amor.
Esta es la crisis de la meditación, es el momento decisivo: superamos ya el plano del puro discurso racional y el juicio; no podemos resolver con nuestra mente lo que Dios realiza en Cristo; no podemos juzgar a los demás, ni aun dominarnos y juzgarnos a nosotros mismos. Parece que se para el reloj de nuestras horas, el reloj de nuestro tiempo. Hemos empezado a pensar sobre Jesús y descubrimos ya que somos incapaces de seguir pensando. Por eso nos dejamos estar: iluminados por el tiempo de Dios, enriquecidos con su gracia.
Dios mismo es el que viene y piensa por nosotros. Esta crisis y superación del pensamiento, que nosotros buscamos a través de la meditación, no se puede interpretar como un proceso regresivo: no volvemos hacia atrás, para refugiarnos cansados en un plano previo al pensamiento. Este es, al contrario, un proceso progresivo: de tal forma nos llena el gesto de Jesús y su camino, que todas las restantes razones y los juicios de la tierra han sido de esa forma trascendidos. Todo lo anterior queda en el fondo. Conservamos la capacidad admirativa de la fantasía y los sentidos. Conservamos y aplicamos el discurso intelectual. Pero en la hondura del alma hemos hallado un espacio de misterio diferente; y allí nos situamos, unidos con el Cristo que realiza su camino con nosotros.
Vivencia contemplativa
El mismo pensamiento nos conduce hasta su límite, de modo que nos situamos allí esperando una presencia más honda del misterio. La razón viene a mostrarse precisamente grande cuando advierte que ella es pobre, que resulta insuficiente: no llega nunca al fin, nunca resuelve los problemas importantes. Orante es el que advierte esta ruptura: es el que «siente» que, pasada la frontera racional, hay un espacio nuevo de sentido.
No es que el pensamiento racional no valga, no es que los esfuerzos de la mente discursiva nos parezcan fracasados. Al contrario. Intensa ha ha de ser la meditación, fuerte el deseo de entender y resolver los temas. Pero más fuerte aún se manifiesta la el Dios que ahora sabemos que nos piensa, de forma que en su pensamiento somos . Por eso, de una forma a veces lenta, otras veloz y fulgurante, pasamos del nivel del entender y dominar a un plano nuevo de admiración y sorpresa, a una presencia divina que nos enriquece y transfigura, más allá del pensamiento.
Así se invierte el proceso precedente, de manera que más que pensadores somos ya pensados. Somos personas, sujetos racionales, hombres libres. Sin embargo descubrimos que Dios mismo es el que vive y alienta en nuestra vida: hay un misterio que alumbra desde dentro y que va como emergiendo (pensándose, actuando) a través de nuestro mismo pensamiento.
Lo que aquí acontece no resulta absolutamente nuevo. También el artista y creador, en un momento dado, cuando llegan al esfuerzo máximo, descubren que una fuerza interior (quizá divina) crea y se expresa por su medio. Parecido es el caso del amante: primero piensa que él es dueño de su afecto y sus acciones; pero luego viene a descubrir que hay una fuerza más profunda (de amor) que está actuando a través de su persona. Ambos, amante y creador, acaban siendo unos «posesos»; poseídos por la fuerza de un poder que les desborda, más allá del mero pensamiento. Algo cercano, aunque en grado muy superlativo, pasa con el hombre religioso: al final de su meditación sobre el misterio, puede y de alguna forma debe descubrir que ese misterio actúa en su interior, le alumbra, piensa y transfigura. El pensador se ha convertido así en «pensado»: Dios mismo le piensa y le ilumina; es Dios quien se actualiza y explicita en su persona, sin negar ni destruir su independencia.
Ahora debemos precisar los planos. Hay una posesión que es mala: el «espíritu» que llena mi existencia me aniquila; rompe mi equilibrio, niega mi persona, no me deja realizarme como libre. Por el contrario, la presencia de Dios libra y potencia mi persona, de manera que yo puedo superar el viejo plano discursivo y realizarme libremente, en actitud de amor que llena y transfigura todas mis potencias. A partir de lo anterior, podemos afirmar que la meditación nunca es auténtica si cierra el camino que conduce hacia el nivel contemplativo. Es evidente que el camino resulta en cada caso muy distinto: depende de la forma de ser de cada uno, de la fuerza-intensidad de la plegaria, de las mismas condiciones culturales... Pero si hay meditación, tiene que estar abierta hacia un nivel suprasensible y suprarracional de amor contemplativo y de presencia del misterio.
Quizá pueden distinguirse en este plano dos momentos. (a) Habrá un primer momento de confianza y abandono: me pongo así en las manos de aquel Dios que actúa en Jesucristo; no importa lo que logro realizar de forma activa; importa lo que Cristo va formando y conformando en mi persona, a través de su presencia. (b) Hay un momento de ruptura racional: yo no consigo resolver las cosas con mi esfuerzo; por eso no las puedo ya pensar, ni interpretar en perspectiva de razón humana; me abandono activamente y dejo que el mismo Dios de Cristo actúe de manera creadora en mi existencia.
Así, a nivel contemplativo, la meditación incluye un elemento de identificación suprarracional con Cristo, en libertad absoluta. Supero el nivel en que la vida es más que fantasía y raciocinio. La vida es gratuidad: una experiencia de Jesús que me ha tomado de la mano y que realiza su camino de mesías, salvador universal, en mi camino. Por eso debo renacer y revivir en Cristo, de manera que él conforme mi existencia, como muestran con toda intensidad los más profundos escritos de Juan y de Pablo. Cristo no me manda, no se impone… Cristo es el poder de libertad y amor de mi propia vida.
Quizá pudiera hablarse de una mimesis de tipo cristológico, mesiánico. Me he vinculado con Jesús y empiezo a vivir «en su existencia» (como miembro de su cuerpo, sarmiento de su viña). Imito a Cristo de manera que sus sentimientos y actitudes (cf. Flp 2, 5s) se explicitan y realizan en mi vida. De esa forma soy «yo mismo» (independiente y personal), siendo a la vez una expresión de la gran vida del Cristo.
Lo que importa es que la vida de Jesús brota en mi vida, de una forma que parece natural, como espontánea (cf. Jn 4, 14; 7, 37-39). Yo me vuelvo así persona nueva; no he nacido de las fuerzas y poderes de la historia, sino del mismo seno de Dios, en Jesucristo (cf. Jn 1, 12-13).
No tengo que esforzarme en ordenar y organizar el pensamiento, como sucedía en el momento precedente. La vida de Dios brota por dentro; yo mismo me convierto así en plegaria. Ciertamente, debo volver siempre a los trabajos anteriores, a los ejercicios programados de la fantasía y pensamiento. Pero, por encima de eso, en un momento dado, yo descubro que la misma oración se ha vuelto vida de Dios dentro de mi vida. Por eso dejo que ella misma se expanda y expansione.
- Compromiso de la voluntad
Conforme a lo anterior, son cuatro los momentos psicológicos que implica esta oración meditativa. Comenzaba por el sentimiento-fantasía que nos situaba ante una escena de la historia de Jesús, el Cristo. Seguía la función del pensamiento que discurre y que razona sobre el sentido de Jesús y su presencia entre nosotros. Viene luego el corazón o facultad contemplativa que se deja fecundar por la palabra de Dios que habla por dentro, más allá de las palabras y sonidos de la historia. Queda, en fin, la voluntad, que ha de cambiarse, como vida que se vive desde Cristo.
La oración así entendida no tiene ninguna finalidad, vale en sí misma. Pues bien, siendo sin finalidad, la oración es principio de todas las finalidades. Orar en Cristo es asumir su camino de reconciliación, su compromiso amoroso y libre de existencia a favor de los demás. Según eso, una oración que no culmine en el gesto muy concreto de un trabajo por el reino acaba careciendo de sentido.
De esa forma, la oración de identidad cordial (unión de corazones) se convierte en principio de exigencia: soy ya «otro Cristo»; soy soldado liberado de su reino y tengo la tarea de expandir y realizar su gesto salvador en el muno. La meditación viene a mostrarse así como ejercicio de transformación en Cristo: dejo ya mi voluntad, cumplo la suya, dentro de la iglesia.
He resaltado este aspecto eclesial porque resulta muy significativo para Ignacio de Loyola. Quizá me ha parecido que el camino de la meditación me separaba de los otros: he dejado a los demás y me he encontrado a solas con el Cristo. Pues bien, al fin de ese camino yo descubro en Cristo a todos sus hermanos: no estoy solo; estoy unido a los restantes miembros de la iglesia, y dentro de ella he de entregarme como Cristo por el reino, que es la gloria de Dios sobre la tierra.
La misma oración nos ha llevado así hasta el interior de la comunidad, nos compromete plenamente al servicio del Reino de Dios, de la nueva humanidad. Eso significa que la sólo es verdadera si se expresa en forma de amor creador, de entrega de la vida por el Reino de Dios, es decir, por el bien concreto de los hombres.
Conclusión. Otro medio milenio para Ignacio
Conforme a todo lo anterior, pienso que el camino y transformación cristiana de Ignacio de Loyola no ha culminado todavía. Muchos sucesores de Ignacio han transformado su experiencia y camino de libertad para el amor en ejercicio de sometimiento a un Dios de poder y a un tipo de poder sacral falsamente cristiano. Volver al espíritu de los ejercicios espirituales, en libertad de amor, puede ser un tema clave del renacimiento cristiano en esta “segunda parte del milenio de Ignacio” (2022-2572).