Los cristianos, la vida y la muerte: a propósito de la eutanasia José María Marín: "Es hora de que los creyentes abandonemos nuestra tendencia a presentarnos como poseedores de la verdad"
"La inmensa mayoría de los españoles identifica a los católicos con la opinión 'en contra' en dos circunstancias en las que se produce la muerte humana, el aborto y la eutanasia"
"No ocurre lo mismo cuando se trata de la defensa de la vida (y los derechos) de los 'ya nacidos' y la de tantos seres que mueren a causa de otras tantas formas de 'interrupción' o 'anticipación' de la muerte"
"Las 'omisiones', la indiferencia y los descartes, las injusticias y las desigualdades nos conciernen a todos y nos hacen cómplices y responsables de muchas muertes"
"No está de más recordar que el respeto por la vida y por la dignidad de la muerte hemos de extenderlo también al respeto por la creación y su supervivencia"
"Las 'omisiones', la indiferencia y los descartes, las injusticias y las desigualdades nos conciernen a todos y nos hacen cómplices y responsables de muchas muertes"
"No está de más recordar que el respeto por la vida y por la dignidad de la muerte hemos de extenderlo también al respeto por la creación y su supervivencia"
Iglesia
La inmensa mayoría de los españoles identifica a los católicos con la opinión “en contra” en dos circunstancias en las que se produce la muerte humana: cuando la interrumpimos antes de su nacimiento con el aborto y cuando la precipitamos en los enfermos terminales con la eutanasia. La defensa de la vida, en estos casos, se suma al haber de la Iglesia y bien venido sea, especialmente cuando nuestras manifestaciones públicas en contra del aborto y de la eutanasia son honestas y sin partidismos. En no pocas ocasiones lo hacemos más cargados de motivaciones ideológicas y oportunistas que por auténtica convicción y coherencia. Al menos así lo parece.
No ocurre lo mismo cuando se trata de la defensa de la vida (y los derechos) de los “ya nacidos” y la de tantos seres humanos sanos o enfermos que mueren a causa de otras tantas formas de “interrupción” o “anticipación” de la muerte. Así sucede con gravísimas violencias, desigualdades y guerras. Pareciera que en estas circunstancias ni la muerte ni la vida nos preocupasen tanto.
Pareciera que hay entre los creyentes gente sin oídos, sin ojos en la cara, sin palabra ni opinión para defender la vida frente a quienes se la arrebatan a los pobres y los excluidos. Pareciera como si la defensa de la vida no fuera tan necesaria cuando es interrumpida en millones personas “ya nacidas”. Se mata a diario a causa del hambre y de la guerra. Contra estas muertes “provocadas” no hay tanta pancarta, ni tantas manifestaciones alentadas y lideradas por la jerarquía católica, como debería ser.
Es cierto que entre el pueblo cristiano es otra cosa: decenas de movimientos y asociaciones de laicos –en su inmensa mayoría mujeres- no solo participan activamente en la promoción de los derechos humanos sino que dedican gran parte de sus vidas y proyectos a la defensa y cuidado de la vida y la dignidad de los más pobres y excluidos. Cristianos laicos miembros activos en los numerosos movimientos sociales luchan por conseguir una sociedad decente que proporcione pan, techo, trabajo y tierra para todos.
Cristianos laicos que, a pie de calle, en muy diversas iniciativas, con su compromiso permanente hacen mejor y más justo este mundo, tan desigual. Ciertamente que sin demasiado apoyo del clero (especialmente si son militantes de “izquierdas”). Silenciados también por los medios de comunicación tan poco objetivos cuando se trata de reconocer lo que la Iglesia, en su conjunto, aporta a nuestra sociedad y a sus conquistas sociales (las empresas de la comunicación prefieren el camino fácil y productivo: recurrir a los tópicos de siempre y a la descalificación de la Iglesia por las excentricidades y manifestaciones decimonónicas de sus jerarcas más integristas).
Cuando hablamos de la vida (custodiarla, facilitarla, apoyarla, reconstruirla…) y cuando hablamos de la muerte (aceptarla, dignificarla, acompañarla…) estamos frente a una realidad compleja y muy profunda. Las “omisiones”, la indiferencia y los descartes, las injusticias y las desigualdades nos conciernen a todos y nos hacen cómplices y responsables de muchas muertes.
Todos tenemos la responsabilidad de crear espacios de convivencia y relaciones interpersonales que vayan más allá del solo cumplimiento de la prohibición de matar. Las negaciones reiteradas de Pedro ante la muerte inminente del joven Jesús de Nazaret y la cobardía del todopoderoso Pilatos frente al Sanedrín, no les dirime de su complicidad en el crimen de estado que le asesinó en la cruz. Y eso sirve también para nosotros: muchos ciudadanos de a pie, como Pedro de Galilea, somos cómplices con nuestras rutinas y privilegios, nuestros miedos e inseguridades y con nuestro silencio; también muchos políticos y gobernantes son cómplices, cuando no ejecutores directos, con sus intereses partidistas y su corrupción (ideológica y económica). Defender la vida en cada momento de su existencia, nos concierne a todos, y en cualquier circunstancia en la que se vea amenazada.
Los católicos sabemos -o deberíamos saber- que la guerra mata cada día a miles de personas, separa las familias y destruye los pueblos (solo en Afganistán murieron más de 10.000 civiles en 2019 y este es ya el sexto año que alcanza estas cifras (datos de Naciones Unidas). Sabemos también que nuestra economía y nuestro bienestar tienen en la fabricación y venta de armas una de las fuentes de ingresos más consolidadas. Sabemos que el salario de muchos ciudadanos depende de la fabricación y venta de armamentos para la guerra. Luchar contra la guerra, condenarla y denunciar a quienes las consienten con sus políticas es tan importante –o más- que manifestarse contra el aborto y la eutanasia.
Todos en la comunidad cristiana sabemos –o deberíamos saber- que el hambre y la desnutrición matan a miles de personas (hombres, mujeres y niños) cada día. Sabemos que el hambre es la causa del 45% de las muertes en niños menores de 5 años. Vidas “acabadas de nacer” eliminadas directamente por nuestra forma de gestionar los recursos y la economía. Muertes que exigen Cartas pastorales y condenas públicas de la Iglesia, sin excusas ni paliativos, a tiempo y a destiempo. Luchar contra ella debe ser uno de los objetivos evangelizadores en todas y cada una de las personas que confiesan su fe en Jesucristo, que leen su evangelio, que oran a diario al Dios padre de todos. Y a la “cabeza”, como sería razonable, deberían estar sus líderes y sus jerarquías, no es suficiente con delegar en unas pocas organizaciones. “Entre nuestras tareas, como testigos del amor de Cristo, está la de dar voz al clamor de los pobres” (Papa Francisco, 14 de junio de 2013).
La lista de atentados contra la vida es muy larga, guerra y hambre como hemos visto; pero son muchas más las causas directas de la muerte de nuestros semejantes: leyes de inmigración y asilo matan, a centenares de jóvenes que saltan al agua con la esperanza de cruzar desde la orilla sin oportunidades ni derechos a la orilla del bienestar, la libertad y el futuro y encuentran solo la muerte. Violencias domésticas matan a madre es hijos, violencia callejera y enfrentamientos tribales que asesinan por motivos nimios… La corrupción política, empresarial, periodística, familiar… también genera muerte, apropiándose de lo que está destinado al bien de todos. La lista sería interminable.
Ante esta realidad, no parece ser jugar limpio (política, sociológica y religiosamente), defender con tanto ahínco la vida del no nacido y mirar para otro lado cuando se ve segada de raíz en tantos y tantas ocasiones en nuestras sociedades. No parece ser una sincera preocupación por la vida cuando la defendemos tanto a las puertas de la muerte inminente e inevitable, en el caso de los enfermos terminales y mientras tanto, con nuestro consumo desproporcionado –también sanitario-, estamos de hecho, provocando muerte y enfermedad en millones de personas, en todo el planeta.
Pienso sinceramente que es hora, en este y en cualquier tema relacionado con la vida humana, de que los creyentes cristianos abandonemos definitivamente nuestra tendencia a presentarnos como poseedores de la verdad, con palabras “definitivas” y descalificaciones generalizadas. Somos compañeros en la búsqueda, hermanos, hijos de un único Padre. La esencia del verdadero ser humano –creyente o no- nos convierte a todos en buscadores incansables del bien y de la verdad. No somos ni dueños, ni “guardianes” de nada. “Acaparar” es siempre una tentación, también cuando hablamos de la verdad y la dignidad. Apelar a la voluntad de Dios y a nuestra pretendida autoridad para interpretarla tampoco es el camino. Podemos hacer nuestras las sinceras palabras del Papa y presentar nuestra opción por la vida “como un humilde aporte a la reflexión para que, frente a diversas y actuales formas de eliminar o de ignorar a otros, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras… procurando hacerlo de tal manera “que la reflexión se abra al diálogo con todas las personas de buena voluntad” (FT, 7).
Sociedad
A propósito de la eutanasia, también la sociedad en general necesita profundizar más. No es tan fácil, ni se resuelve solo con leyes progresistas, ni siquiera cuando salen de un gobierno legítimo y con mayorías suficientes.
Me atrevo a citar aquí a Ignacio de Loyola, lejano en el tiempo pero cercano y acertado en lo que al “ejercicio de interiorizar” se refiere. Ejercicio que todos -creyentes o no- necesitamos si queremos huir de la superficialidad (centrarnos más en el ser que en el poseer) y las manipulaciones. También si queremos ser honestos con nosotros mismos y con los demás. Decía este místico de la acción y el compromiso: a las personas que van de mal en peor…, comúnmente el enemigo (aquí podemos entender, individualismo, indiferencia, consumismo, superficialidad…) no cesa de proponerles placeres aparentes, haciendo imaginar cosas que les dan placer y satisfacciones aparentes, para que continúen en esa dirección.
Así es efectivamente: sin una regeneración profunda, individual y colectiva, seguiremos unos viviendo placenteramente mientras otros (la mayoría) seguirá muriendo inhumanamente. Aunque a esta forma de vida le llamemos progreso o estado de bienestar, lo cierto es que de seguir –avalando con nuestra indiferencia este sistema capitalista depredador y desigual- solo estaremos demostrando nuestra incapacidad para salir de la necedad (seres sin razón) y de la indiferencia (seres sin sensibilidad).
Quienes apelan a la “compasión” para defender la muerte tienen miles de oportunidades para ejercerla, cada día, apoyando la vida de enfermos crónicos -con importantísimas limitaciones físicas- que desean seguir viviendo. Y que lo hacen, -a pesar de todo- con admirable fortaleza y dignidad.
Juntos, creyentes y no creyentes, hemos de recrear el progreso para que ni la indiferencia ni los privilegios de una minoría condenen a muerte a millones de personas (hijos de Dios y hermanos nuestros) sujetos de los derechos fundamentales sin exclusión ninguna. Juntos tendremos que avanzar también para generar sinergias que apoyen a los que desean vivir, enfermos o sanos y que la muerte sea únicamente el último recurso para evitar el sufrimiento inhumano de enfermos terminales.
Juntos tendremos que apoyarnos también en los cuidados paliativos (emocionales y médicos), incluidas las sedaciones que hagan falta, porque evitar el dolor físico y la angustia son objetivos legitimos y necesarios, aunque estas supongan ir acortando los días o las horas del enfermo, sin que ello signifique que nadie decida cual es el último minuto de la vida de nadie y también, sin que nadie se atreva a llamar “criminal” a quien solo ejerce su profesión, ni “suicida” al enfermo terminal que acepta responsable y libremente la muerte y la coopreción necesaria para paliar el dolor (tan innecesario como inhumano).
Importa la vida, efectivamente, pero somos las personas las que hemos de gestionar también la muerte –propia y ajena- señorear sobre ella: los enfermos mientras están vivos (también los llamados “terminales”), los que aman al enfermo, los profesionales y en general toda la sociedad (también los gobiernos que tienen que legislar).
No obstante, todos, habremos de estar muy atentos y prestar especial atención para que ni en esta, ni en cualquier otra circunstancia se impongan los criterios de calidad de vida y rentabilidad con los que finalmente se justifica todo y, donde las víctimas son siempre los más frágiles y vulnerables (ya sean personas, pueblos o continentes). Importa la vida, siempre, en cualquier circunstancia, lo que significa también que hemos de hacer frente a los desafíos de la fragilidad corporal a veces muy extrema.
Miles de personas con discapacidad y dependencia merecen ser tenidos en cuenta en toda esta reflexión. La inmensa mayoria viven con ganas sus oportunidades, generan recursos y valores comparables y mayores a los que genera muchas vidas sin discapacidades aparentes pero inmersas en el individualismo, la inconsciencia y la superficialidad (vidas consumidas consumeindo vorazmente cosas y personas.
No está de más recordar que el respeto por la vida y por la dignidad de la muerte hemos de extenderlo también al respeto por la creación y su supervivencia.
La legalizada eutanasia, más allá de los cuidados paliativos, nos obliga a todos a estar más atentos a acoger la vida: que nazca, que crezca, que se desarrolle paso a paso con dignidad, respetada y amada… y dejar que finalmente llegue a su fin, aceptando la muerte, sin tratar de evitarla con vanos e injustos tratamientos de ricos privilegiados que se niegan desesperadamente a asumir la fragilidad de la condición humana.
Finalmente, creo honestamente, que hemos de estar muy atentos para que el tratamiento de los “casos” excepcionales no se convierta en un espectáculo indecente nada propio de una experiencia tan personal e íntima como es la propia muerte, espectáculo que no puede convertirse en una minusvaloración –pretendida o no- de muchas vidas con enfermedades crónicas progresivas y limitaciones extremas, pero llenas de proyectos y relaciones hermosas. Llenas de entrega y generosidad admirables. Y digo esto –dicho sea de paso- con bastante conocimiento de causa y rodeado a diario de decenas de personas en estas circunstancias. Personas que lejos de pensar en la muerte viven y ayudan a vivir -con sentido y esperanza- a quienes comparten sus días y sus espacios.
La pandemia ha puesto en evidencia que tanto las comunidades cristianas, como la sociedad civil en general, está siendo más sensible y solidaria. Sería necesario aprovechar esta oportunidad para afianzar nuevas iniciativas y, también, añadir mayor presión de la opinión pública a los gobiernos. Necesitamos leyes, pactos y mayor coherencia a todos los niveles en lo que a la defensa de la vida y la muerte digna se refiere. Necesitamos reflexión, diálogo, serenidad, menos fundamentalismos y rivalidades, para unir esfuerzos y sensibilidades.
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