Las ventajas de no tener coche en África

(JCR)
Está visto que no escarmiento. Cuando hace dos meses me ofrecieron un contrato para trabajar con una prestigiosa organización internacional en el Sureste de la República Centroafricana, me construí mi particular cuento de la lechera y una de las

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primeras cosas en las que pensé fue en el coche que tendría a mi disposición. Cómodo, con aire acondicionado y quién sabe si incluso con chófer
. Me atraía, cómo no, trabajar con una población afectada por la violencia del Ejército de Resistencia del Señor, el temido LRA que durante dos décadas acompañó mi existencia en el Norte de Uganda, y tal vez contribuir algo a que la paz llegue a esta región. Claro que sí, pero el coche que no falte, pensé ingenuamente hasta el día en que el avión me depositó en la pista de aterrizaje de Obo.

Sentado encima de mi maleta en el remolque de la destartalada camioneta pick-up de la parroquia, mientras Moïse, un maestro de la escuela primaria, empezaba a ponerme al día sobre lo mal que la gente vive en este lugar, miraba las cabañas a ambos lados, zarandeado por los numerosos baches y pedruscos de la carretera, y calculé que desde el aeródromo hasta la parroquia donde nos prepararon el alojamiento habría unos cinco kilómetros. La organización que, modestia aparte, ha tenido el acierto de contratarme no tiene aún sede aquí, así que mi compañero y yo dormimos, trabajamos y comemos en la casa parroquial gracias a la amabilidad de la diócesis. A las dos semanas los tres curas se fueron de ejercicios y reuniones (en su coche, claro está) y aquí seguimos, realizando nuestras funciones escritas y no escritas, sobre todo éstas últimas: desde mediar en conflictos locales hasta acompañar a visitantes de diversas ONG e incluso –como nos ocurrió un día- ir a una casa donde nos pidieron ir a dirigir una oración y echar bendiciones.

Pero todo esto venía a cuento del coche. No hay vehículo, y punto. Me imagino que son cosas del presupuesto, y del hecho de que somos los primeros de la institución de marras que empezamos a trabajar aquí, un lugar a 1.300 kilómetros de la capital, Bangui, desde donde se llega por carretera después de una semana de transitar por caminos embarrados, a menudo peligrosos e interrumpidos por numerosos ríos que hay que atravesar por ferris que no siempre funcionan. Así que desde el primer día nos desplazamos a pie, ya sea para ir a comprar una bolsita de azúcar, o para acudir a las numerosas reuniones que ocupan nuestras jornadas: con grupos de refugiados congoleños o de desplazados internos, con autoridades locales, con la radio local, con militares o con alguna ONG.

Y hablando de ONGs, aquí en Obo sólo hay tres: una italiana, una británica y la Cruz Roja Internacional. Cuando voy andando por la carretera principal y pasa alguno de sus coches sé que sólo los italianos (o más concretamente “la italiana”, porque su personal internacional se reduce a una persona) tendrá la amabilidad de pararse para preguntarme si quiere que me lleven hasta la parroquia. Las otras dos ONG, según nos explicaron, se dedican al trabajo humanitario y sus protocolos de seguridad y hermosos códigos éticos no les permiten llevar en sus coches a personas como nosotros, según ellos muy próximas a los militares. Ya les he explicado que yo me libré de la mili por excedente de cupo, hace ya 25 años, pero como si oyeran llover. Lo malo es que cuando pasa algún coche militar (ya sea de los ugandeses, los centroafricanos o los asesores norteamericanos) sus normas tampoco nos permiten llevarnos a bordo porque somos personal civil. Así que ajo y agua, y a caminar a puro pinrel que a los que, como yo, lucimos tipo cargado de arrobas no nos vienen nada mal estas caminatas. Y en cuanto a los italianos (perdón, la italiana), seguiré diciendo que son las mejores personas del mundo, sobre todo desde que incluso el día después del final de la Eurocopa no se negaron a dejarme subir en el vehículo, aunque en aquella ocasión la italiana me indicara con gestos algo bruscos que me colocara en el asiento de atrás.

Desplazarse a pie, sin embargo, tiene sus ventajas, y más en el África rural profunda. Para empezar, te encuentras con infinidad de personas que te paran, te saludan y según te van conociendo te cuentan sus cuitas y un día te invitan a pasar y sentarse en su casa para charlar contigo. A pie se ven también las cosas más de cerca, de forma muy distinta que si pasas dejando detrás de ti una polvareda con olor a tubo de escape, y te das cuenta, por ejemplo, de la cantidad de niños que no van a la escuela, de lo frustrados que viven los miles de desplazados que no pueden volver a sus casas por miedo al LRA y del aislamiento que vive la gente en este rincón del país donde faltan los servicios más esenciales. Pero también aprendes a apreciar que a pesar de todo la gente de Obo acogen fácilmente a quienes, como los Congoleños, han llegado huyendo sin traer nada, que no han perdido el sentido de la hospitalidad y cualquiera te invita a cenar sin cita previa, y que siempre tienen tiempo para los demás. Otra ventaja es que cuando llegas a cualquier lugar no tienes que empezar a buscar un sitio seguro donde dejar el coche, y la gente te recibe con sencillez, sin mirarte como a un ser supuestamente superior que desciende de una carrocería de diseño.

Es posible que un día nos digan que las circunstancias permiten que nos pongan un coche para usar en nuestro trabajo. No parece, sin embargo, muy probable y no me preocupa. De momento prefiero seguir sacándole el jugo al placer diario de ir a todas partes a pie, parándome para saludar a la gente y disfrutando de una cercanía que hace que se comprendan mejor muchas cosas.

Se me olvidaba. Y por las noches, con el cansancio del día, se duerme mejor.
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