Cristo, Señor del tiempo y centro de la Historia
Al mismo tiempo, en el corazón de Cristo han sido asumidos todos los anhelos y todas las esperanzas que, en medio de la amargura y el abatimiento, han brotado del corazón del hombre. El Cristo de la cruz, con sus brazos abiertos y levantados, es el exponente de la gran esperanza humana por salir del caos y por recuperar un horizonte nuevo. Precisamente cuando el peso de las cadenas se hace más insoportable es entonces cuando el corazón del hombre esclavizado y oprimido se abre al optimismo y en sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, comienza a brillar una chispa de esperanza.
Lágrimas y esperanzas de los hombres de todos los tiempos han culminado en la figura doliente del Cristo de la cruz. En la plenitud de los tiempos. Pero en la cruz, que es al mismo tiempo símbolo de muerte y de victoria, de humillación y de glorificación, el llanto se transforma en gozo, la miseria en gloria, las tinieblas en luz, el pecado en gracia y la muerte en vida. En la cruz, efectivamente, la muerte ha sido vencida por la vida. Al entregar Cristo su vida dramáticamente en la cruz, muere para siempre el hombre viejo y aparece glorioso un nuevo modelo de hombre, reconciliado con Dios y abierto a la fraternidad. El Cristo de la resurrección es el prototipo de este hombre nuevo. Lo mismo que en el varón de dolores estaba representada la humanidad doliente, sumida en el caos y en la amargura, en el Cristo de la resurrección está representada la nueva humanidad, regenerada y salvada.
Por eso Cristo, el Cristo de la Cruz y de la pascua, emerge en el centro mismo de la historia como signo de transformación y de regeneración. En él convergen el pasado y el futuro. Mejor, en él se opera la transformación definitiva de la humanidad: muere el hombre de pecado, el hombre viejo, y nace el hombre nuevo, el hombre reconstruido a imagen de Dios.