Encontrarse, reconocerse y amarse a través del símbolo

En este intento de acercamiento al concepto de símbolo hemos ido dando pasos progresivos. Poco a poco vamos dibujando lo que puede constituir el perfil completo del mismo. Después de haber asegurado que el símbolo nos acerca realidades profundas que escapan a nuestra percepción y haber afirmado que estas realidades se nos hacen realmente presentes a través del símbolo, ahora damos un paso más para dejar claro que el símbolo presencializa la realidad, no solo para que la conozcamos, sino para que pueda tener lugar un encuentro personal y un reconocimiento profundo con ella.

En este sentido, en unn escrito anterior, propuse la distinción entre signo y símbolo. Mientras el signo promueve una vía de enganche con la realidad, situada en la órbita de lo lógico y lo nocional, y facilita al sujeto un conocimiento de la misma, el símbolo, que no establece relación entre significante y significado sino entre significantes, es decir, entre sujetos, lo que propicia precisamente es el encuentro entre sujetos. Y esto lo hace, no precisamente por la conexión lógica que pudiera existir entre ambos, sino por ese plus de significación que encarna el símbolo y que hace posible esa especie de salto en el vacío, al margen de cualquier lógica o proceso racional, y que es lo esencial en la dinámica del símbolo; lo que le confiere ese carácter de embrujo, permitiéndole atrapar poderosamente a la totalidad de la persona para proyectarla en el mundo de la trascendencia y del misterio.

Echando ahora una mirada a la teología de los sacramentos, aunque sólo sea con el rabillo del ojo, descubrimos importantes acuerdos entre lo que estoy diciendo aquí y el nuevo enfoque teológico que ha venido proyectándose en los últimos treinta años, superando el tratamiento que se hacía en los viejos manuales escolásticos de antes del Concilio. De una visión objetivista y cosista de los sacramentos, apuntando siempre a concepciones mecanicistas y legalistas, se ha ido progresando, sobre todo a partir de los escritos de E. Schillebeeckx, a una interpretación de lo sacramental desde la categoría personalista y dialógica del encuentro, sin perder de vista, por supuesto, la gran aportación de Odo Casel. A partir de entonces, ya no se puede hablar de los sacramentos como si éstos fueran cosas que se reparten y se administran o se dan, instrumentos o canales de salvación a los que se les pueden aplicar conceptos tan inadecuados como los de validez o invalidez, legitimidad o ilegitimidad, etc.

La eucaristía, más que como una aplicación de los méritos salvíficos de Jesús en la cruz, habrá que interpretarla como un encuentro personal y comunitario con el Cristo glorioso, presente en sus misterios; presente, sobre todo, en el misterio pascual de su muerte y resurrección. Este encuentro sacramental con Cristo, a que me estoy refiriendo, habrá que interpretarlo como un encuentro de transformación y de regeneración, como una incorporación misteriosa al proceso de renovación pascual, experimentado principalmente por Cristo y prolongado en todos los que por la fe y los sacramentos se incorporan a su pascua.

Aunque estos apuntes teológicos aparezcan aquí de forma un tanto prematura, me parece importante avanzar, ya desde ahora, pistas de reflexión que, más adelante, desarrollaré como es debido, pero que encuentran aquí, en estas notas antropológicas, buena parte de su apoyo y fundamento. Al menos de este modo quedará patente que lo que vengo diciendo en estos breves escritos no es intranscendente ni hay que echarlo en saco roto.

J. J. Tamayo, evoca unas palabras preciosas de Pedro Laín Entralgo que bien pueden constituir la conclusión de este post: «Los sacramentos son símbolos del encuentro, vehículos de comunicación múltiple: con los otros, como personas; con Dios, como misterio y trascendencia personal; con el mundo, en su carácter histórico y cósmico; con uno mismo. Llegamos así a la categoría clave del símbolo: el encuentro».
Volver arriba