Falsa primacía del símbolo frente a la realidad

No me gusta meterme en elucubraciones altamente conceptuales, teóricas. El título de este escrito puede quitar al lector las ganas de abordarlo. Que no lo haga; porque el tema, aparentemente bizantino, esconde una fuerte carga de realismo y cercanía. Lo que aquí vamos a comentar tiene una importante repercusión en la pastoral litúrgica concreta.

Hasta ahora se ha venido aceptando sin réplica, no solo una distinción entre símbolo y realidad sino, incluso, una cierta tensión entre ambos conceptos. Posiblemente ha sido la teoría del signo, extraída de la semiología en uso, la que ha establecido diferencias y valoraciones comparativas entre el signo y la realidad afirmando, sin contemplaciones, que todo el valor del signo consiste en remitir a la realidad, o que la realidad está por encima del signo, o que la entidad de los signos, al ser éstos pura relación, pura referencia, queda reducida a un puro ensueño o quimera inconsistente.

Trasvasada esta reflexión al tema de los sacramentos o, si se prefiere, de la liturgia, se ha corrido siempre el riesgo, al menos en la práctica, de establecer una falsa jerarquía de valores que ha llevado a una infravaloración de los elementos simbólicos con el sano intento de dejar a salvo la primacía de las grandes realidades a que, en principio, remiten los grandes símbolos, como son el cuerpo y la sangre del Señor, o la inmersión en su muerte y resurrección, o el perdón de los pecados, o la donación del Espíritu, etc.

Esta observación no es banal ni de escasa importancia. De esta incontenible tendencia a menospreciar el valor de los signos y elementos simbólicos, van a depender determinadas corrientes pastorales que, preocupadas por ir al grano, es decir a lo sustancial y profundo en las celebraciones, intentarán crear un clima de tensión latente entre lo simbólico y lo real. Aquí se sitúan todos los que, por temor a caer en el ritualismo, se desinteresan de los elementos simbólicos y aborrecen de forma indiscriminada los valores de la ritualidad.

Sin embargo, los nuevos planteamientos que han venido haciéndose durante estos últimos años nos invitan a superar la oposición entre símbolo y realidad, tal como la acabo de describir. No hay por qué establecer una disyuntiva así: o símbolo o realidad. Por el contrario, lo que debemos decir es que la realidad se nos acerca y se actúa en el símbolo. Éste no es algo aparte, algo distinto. A lo sumo cabría establecer una distinción lógica o conceptual entre el símbolo y la realidad. En todo caso, el símbolo es la forma de existencia, la forma de hacerse presente, constatable y comunicable la realidad. En este sentido la realidad se identifica con el símbolo. Este es su forma de ser y de estar. La realidad a la que apunta en definitiva y a la vez expresa el símbolo es accesible solo en y a través del mismo símbolo. No hay posibilidad de alcanzarla con otros medios, no tenemos conocimiento directo ni podemos hacernos un concepto de ella, porque no existe antes ni fuera de su misma expresión simbólica.

El símbolo, a diferencia del signo, no es ajeno a la realidad que simboliza sino que participa de esa misma realidad, si bien nunca la agota. Por eso la simboliza. El beso dado a la persona amada, por ejemplo, no es algo distinto del amor que se le profesa; es, más bien, ese amor hecho palpable, hecho realidad. Más aún, habría que decir que el gesto externo del beso -elemento simbólico- hace que la actitud de amor salga de su opacidad y se convierta en realidad. Lo mismo podría decirse del ramo de flores enviado como felicitación al amigo, o de la tarjeta de visita, o del apretón de manos. etc.

Y si de estos ejemplos sencillos, casi banales, pasamos a los planteamientos teológicos (aunque, por ahora, sólo sea un leve apunte), nos percatamos del mismo hecho. Cuando, por ejemplo, la comunidad de bautizados nos reunimos en torno a la misma mesa para celebrar la eucaristía; cuando depositamos sobre la mesa el pan y el vino; cuando el que preside pronuncia la acción de gracias, parte el pan y distribuye los dones; cuando compartimos juntos el pan y la copa de vino....

A través de todos esos gestos, que configuran el símbolo dinámico del banquete, estamos dando realidad y presencia, estamos prestando configuración visible e histórica a nuestro encuentro sacramental con el Señor glorificado y actualizamos en nosotros la fuerza misteriosa del acontecimiento pascual de Cristo. La realidad de nuestro maravilloso encuentro con el misterio no puede distinguirse de la experiencia comunitaria que llevamos a cabo inmersos en el universo simbólico del banquete. Porque el símbolo eucarístico no se reduce, como a veces han pretendido ciertas teologías reduccionistas, a los escuetos elementos de pan y vino; por el contrario, es todo el conjunto de gestos y elementos, incluida la comunidad, que integran el desarrollo del banquete, lo que constituye de verdad el símbolo de la eucaristía.
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