Gritar las bienaventuranzas
A propósito de esta celebración desearía señalar algunos aspectos interesantes que me han llamado la atención. Los cantos. Resulta impresionante oír cantar a toda una masa de fieles, apoyada por un coro selecto, que en ningún caso ha pretendido suplantar a la asamblea y acaparar el protagonismo, sino que ha conferido a los cantos un toque de densidad y de riqueza polifónica. El acompañamiento del órgano, como es habitual, ha garantizado en todo momento la fuerza y la brillantez de los cantos. No ha faltado el ministerio del director de los cantos para animar y armonizar la participación de todos los fieles.
Quiero hacer hincapié en la proclamación del evangelio. Antes de iniciar la procesión al ambón, el celebrante, desde lo alto, ha ofrecido a la veneración de la asamblea el libro de los evangelios, elevándolo ostensiblemente. Mientras uno de los ministros ha incensado el libro y la asamblea ha entonado, en tono vibrante, el canto del aleluya. Todos de pie han reconocido la grandeza de ese libro a través del cual es Dios quien se dirige a su pueblo y le ofrece un mensaje de salvación y de esperanza. A continuación, desde el ambón, ha sido proclamado el evangelio de las bienaventuranzas. Esa proclamación ha sido en realidad un canto alborozado de las palabras de Jesús en la montaña: ¡Bienaventurados! ha gritado el lector ocho veces con voz vibrante, envolviendo su grito en una melodía vigorosa. Y la asamblea, como si de un eco se tratara, ha ratificado emocionada el ¡Bienaventurados! (heureux!), cantando esa aclamación a cada una de las bienaventuranzas. No ha sido una lectura, ni siquiera una proclamación, sino una exaltación vibrante y sentida, gritada por una asamblea emocionada y conmovida, del mensaje de Jesús. Os aseguro que uno no ha podido permanecer impasible al sentirse inmerso en una tal explosión de vibraciones, tan intensas y profundas.
La oración de los fieles. Sin ostentaciones ritualistas y sin empaques innecesarios. Desde su sitio, garantizada una buena megafonía, varias personas –no más de media docena- han ido desgranando las diversas intenciones de la plegaría. Personas diferentes por el idioma, por el color de la piel, por la edad y por el sexo. Una auténtica expresión plástica de la universalidad plural de la Iglesia. La asamblea ha respondido cantando a cada una de las oraciones.
Ofertorio. Sin procesiones especiales ni ofrendas ocurrentes. Solo el pan y el vino, presentados por dos personas. El celebrante ha ido depositando sobriamente sobre la mesa los dones ofrecidos. Un gesto sencillo ha marcado de plasticidad la ofrenda del cáliz: el celebrante ha escanciado el vino desde una hermosa jarra de cristal vertiéndolo sobre el cáliz. Toda la asamblea ha podido contemplar el vino contenido en la copa.
Para terminar, una referencia a la plegaria eucarística. Toda la asamblea de pie, dispuesta a iniciar el momento más emblemático y venerable de la eucaristía. Todos se muestran atentos, religiosamente presentes, como envueltos en una tensión emocional profunda. Los gestos altamente expresivos del sacerdote, el canto de las plegarias y las aclamaciones cantadas de la asamblea han conferido al conjunto de la acción de gracias un clima de solemnidad festiva, comedida y serena. Me he sentido altamente conmovido al escuchar la proclamación cantada de los gestos y palabras de Jesús en la cena. La asamblea ha ratificado su adhesión y su cercanía cantando una aclamación vibrante a las palabras de consagración del pan y a las de la copa.
Termino. Lo confieso, he sentido envidia. He comprobado, con humildad sincera, lo mucho que aún nos queda a nosotros por recorrer hasta llegar a conseguir celebraciones tan hondas y tan intensas. Me gustaría que nuestras misas se despojaran del encorsetamiento ritualista que las ahoga con frecuencia; que llegáramos a conseguir ese clima de hondura religiosa, capaz de impactar y embargar a la asamblea. Una vez más vuelvo a reclamar una mayor formación litúrgica, una mayor sensibilidad y un mayor sentido de lo sagrado.