Latín sí, latín no.
De entrada, debo decir que la Constitución Sacrosanctum Concilium, aun reconociendo la primacía del latín en la liturgia romana y su carácter oficial, abrió ampliamente las puertas al uso de las lenguas vivas en las celebraciones, supeditando siempre esta facultad al dictamen de las Conferencias Episcopales. Esta fue indudablemente la mente del Concilio y esta norma se repite varias veces a lo largo de la Constitución litúrgica.
Está claro que la primacía concedida al latín, reconociéndolo como la lengua oficial de la liturgia romana, en la práctica ha quedado reducida a circunstancias especiales, a celebraciones litúrgicas internacionales, y limitada casi siempre a determinadas partes de la liturgia. De hecho se insiste en la conveniencia de que los fieles sepan cantar en latín las partes más significativas del Ordinario de la misa. Esto, sin embargo, no cuestiona el uso habitual de las lenguas vivas para la celebración de la liturgia, tanto de la misa como de los demás sacramentos. Y es que la mayor preocupación del Concilio al promover la reforma de la liturgia fue siempre el incremento de la participación activa de todo el pueblo de Dios en las celebraciones.
Es evidente que el primer paso para propiciar el acceso de los fieles a la participación plena y consciente en la liturgia pasa por el uso de una lengua inteligible, que permita una comprensión adecuada de las lecturas, de las oraciones, de los cantos. Es evidente que la función primordial de una lengua, de un idioma, es servir de vehículo de comunicación y de intercambio entre las personas. Si falla esto, la lengua pierde toda su razón de ser.
Esto lo comprendió perfectamente la comunidad romana de los siglos II y III, al tener que abandonar el griego popular (la “koiné”), la lengua en que fueron transmitidos todos los libros del Nuevo Testamento, para dar paso al uso del latín. Los expertos en historia del cristianismo primitivo saben que el griego popular fue la lengua hablada por las clases populares en todo el Imperio Romano, desde las tierras del Asia Menor hasta los confines de la península ibérica. Esa fue la lengua de los apóstoles, de los primeros discípulos, de los primeros predicadores, de los primeros mártires. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo II, el creciente impulso del latín y la decadencia del griego en los países de occidente, obligó a las comunidades de la cuenca occidental del Mediterráneo al uso del latín.
No es pues la primera vez que la Iglesia abandona una lengua, por inservible, para dar paso a un idioma nuevo, inteligible y capaz de vehicular el mensaje cristiano, la comunicación y la comprensión inteligente entre los hermanos. Habría que recordar aquí el discurso de Pablo sobre la “glosolalia”, cuando él se pregunta para qué sirve “hablar en lenguas” cuando nadie te entiende y nadie es capaz de decir “amen” a tu oración (1Cor 14). Seguro que hubo desgarros y lamentaciones entre los cristianos de Roma cuando tuvieron que abandonar el griego en sus asambleas. Pero, una vez más, la razón y la cordura se impusieron a la ceguera de los sentimientos.
Reconozco que para muchos cristianos la supresión del latín ha supuesto una verdadera pérdida. Yo mismo echo de menos, con frecuencia, la riqueza de las expresiones latinas, la cadencia de su ritmo y la densidad de su contenido. Echo de menos también la serenidad del canto gregoriano, tan vinculado al latín, su ritmo, sus melodías, su equilibrio. Sin embargo, reconozco que la privación de esa gran riqueza es el precio que debemos pagar para salvar la pervivencia de una liturgia viva, envolvente, capaz de sumergirnos en el misterio y capaz, sobre todo, de propiciar nuestro encuentro personal con el Kyrios, con el Señor que nos ama y nos salva.