Navidad: el beso de Dios al hombre
El misterio que la Iglesia celebra durante la navidad no se agota diciendo que Dios se ha hecho hombre, asumiendo una naturaleza humana y solidarizándose con nuestra suerte. Hay más. En navidad también celebramos la incorporación de todos los hombres a Dios. No sólo la naturaleza humana personal de Jesús de Nazaret; todos los hombres de todos los tiempos han sido unidos y reconciliados para siempre con Dios. Navidad no celebra sólo la aventura humana del Hijo de Dios, sino también la aventura divina del hijo de hombre, de todo hombre. Algo he dicho sobre esto al hablar de la dimensión soteriológica de la encarnación. Ahora es preciso volver sobre el mismo tema. Con él tocamos uno de los aspectos que pertenecen al núcleo esencial del misterio natalicio.
Hay que volver a insistir en la afirmación fundamental: por la encarnación no sólo ha quedado divinizada la humanidad personal de Cristo, sino la humanidad entera. En la humanidad personal de Jesús están representados los hombres de todos los tiempos.Por eso, al asumir la naturaleza humana, el Verbo no sólo se ha desposado con esa humanidad suya, personal, unida a él hipostáticamente, sino con toda la comunidad humana. Hay aquí un problema teológico de fondo al que ya he aludido en otro post y que, por eso mismo, no voy a tratar en este momento. Lo que ahora quiero subrayar es el hecho de esa sublime comunión de Dios con el hombre que la tradición ha expresado en términos nupciales.
Esta forma de entender el misterio y de expresarlo ha movido a los Padres de la Iglesia a presentar el seno virginal de María como la celda nupcial en la que tienen lugar estos maravillosos desposorios. Dice a este propósito san Gregorio Magno: «Dios Padre ha celebrado las bodas de Dios Hijo al unirlo a la naturaleza humana en el seno de la Virgen, cuando él quería que este Hijo, Dios antes de todos los siglos, se hiciera hombre en el curso de los tiempos».
Y de manera aún más explícita afirma san Agustín: «La celda nupcial del esposo ha sido el seno de una Virgen, porque en este seno virginal la esposa y el esposo, el Verbo y la carne, se han unido». Por tanto, en el seno de María se han consumado las nupcias entre lo humano y lo divino, constituyéndose de esta forma Cristo en Esposo de la humanidad. Sin embargo, esta comunión nupcial cristaliza de modo eminente en las relaciones que vinculan a Cristo con su Iglesia. La humanidad personal de Jesús, con la que el Verbo celebra sus bodas, no sólo representa a la comunidad humana, sino también, y de manera aún más directa y adecuada, a la Iglesia, que por ello viene a ser el sacramento de la humanidad rescatada y regenerada.
San Cesáreo de Arlés entendió perfectamente la hondura del misterio, y lo expresó con estas palabras: «En el día del nacimiento, Cristo se ha unido en nupcias espirituales a su esposa la Iglesia. Es entonces cuando la verdad ha brotado de la tierra y la justicia ha mirado desde lo alto de cielo (Sal 84,12). Es entonces cuando el esposo ha salido de la celda nupcial (Sal 18,6), el Verbo de un seno virginal. El ha salido de allí con su esposa, es decir, la carne que había asumido. Es a estas nupcias eminentemente santas a las que nosotros estamos invitados... Sí, es a estas nupcias a las que nosotros estarnos invitados, y en estas nupcias, si hemos obrado bien, seremos la esposa».
Sin embargo, aun cuando en el momento de la encarnación haya sido establecido el principio y la raíz de la divinización del hombre, ésta sólo tendrá lugar de manera efectiva cuando el hombre, por la fe y por la participación en los sacramentos, presente una respuesta libre y responsable a la maravillosa oferta que Dios le hace. De ahí, de la fe y de los sacramentos, surge la Iglesia, verdadera esposa de Cristo, sacramento y primicia de la humanidad salvada.