Navidad contempla la gloria del Dios-hombre

Ante la insondable grandeza del misterio de Dios hecho hombre, ¿cuál es la actitud de la Iglesia? ¿Qué tipo de sentimientos suscita la liturgia de navidad en el alma de la comunidad orante que se reúne para celebrar el nacimiento del Señor? Esta pregunta nos orienta hacia uno de los aspectos más significativos y propios de esa liturgia.

La actitud de la Iglesia, reunida en asamblea para celebrar el misterio del Dios hecho hombre, es una actitud profundamente contemplativa, de gozosa admiración y de alabanza, en la línea del Evangelio de Juan cuando dice: «La Palabra se hizo carne, y puso su tienda entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

Hay, pues, en la celebración de navidad una invitación constante a la mirada contemplativa y gozosa del misterio. Mirada que sólo es posible desde la fe. Porque sólo desde la fe es posible penetrar la hondura del designio divino; sólo desde la fe es posible descubrir la grandeza de Dios manifestada a través de la pequeñez del Niño de Belén. La gloria de Dios, que es la manifestación de su presencia y de su cercanía, sólo es detectada y percibida por los creyentes; es decir, por los que saben fijar su mirada no en lo periférico y superficial, en lo aparente, sino en la hondura del misterio.

Sólo los creyentes perciben la realidad actual del misterio. No se limitan a recordar el acontecimiento histórico del Señor. Perciben más. Esto es, son conscientes de que el nacimiento temporal e histórico no es sino la manifestación del nacimiento eterno del Verbo que, desde la eternidad, procede del Padre. Así se interpretan, por cierto, las palabras del salmo 2: «Tú eres mi Hijo: Yo te he engendrado hoy». Y las del salmo 109: «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré como rocío antes de la aurora». Al proclamar estos salmos la Iglesia no piensa sólo en el nacimiento de Belén. Su mirada se adentra en la misma intimidad del misterio eterno de Dios. Así lo piensa san Agustín comentando esos versos: «En este 'hoy' se podría ver la profecía del día en que nació Jesucristo en su carne. No obstante, conteniendo 'hoy' la noción de presente, y como en la eternidad no hay ni pasado que ha cesado de ser ni un futuro que aún no existe, sino solamente un presente continuo, porque el que es eterno lo es por siempre, esta expresión 'Yo mismo te he engendrado hoy' debe entenderse más bien de la generación eterna del poder y de la sabiduría de Dios que es su Hijo único. Así lo entiende la fe católica más sincera».

El mismo Obispo de Hipona, en un sermón pronunciado el día de navidad, nos dice de manera más llana y directa: «Nuestro Señor Jesucristo tiene dos nacimientos: el uno es divino, el otro humano; pero los dos son admirables. En el uno no hay mujer como madre, en el otro no hay hombre como padre... La generación divina es fuera del tiempo, la concepción virginal se produjo en un día determinado...».

«Cristo ha nacido como Dios de su Padre; como hombre, de su madre... Ha nacido de un Padre sin madre, de una madre sin padre; de su Padre fuera del tiempo, de su madre fuera de todo concurso humano. Naciendo de su Padre es principio de la vida; naciendo de su madre es término de la muerte. Engendrado por su Padre, dispuso con armonía la duración de los días. Naciendo de su madre, consagra el día actual».

Esta misma forma de interpretar el misterio aparece también en Oriente. Veamos el testimonio de san Juan Crisóstomo. También aquí se trata de unas palabras pronunciadas en un sermón de navidad: «Hoy, aquel que ha sido engendrado de una forma inefable del Padre, nace por nosotros de una Virgen... El Padre engendra sin que su ser sea disminuido. La Virgen le pone en el mundo sin perder de su integridad. El Padre no sufre ninguna disminución de su ser, porque engendra divinamente; la Virgen no sufre tampoco ninguna corrupción porque lo da a luz espiritualmente».

Todos estos testionios revelan la convicción profunda por parte de la Iglesia de que el nacimiento temporal de Cristo de las entrañas de la Virgen María no es sino la prolongación y manifestación de la generación eterna del Verbo. De este modo, la intimidad de Dios se proyecta en el tiempo y se encarna en la historia, en un contexto humano entrañable.

Ante la sublime grandeza del misterio, la comunidad cristiana, reunida para celebrar el nacimiento del Señor, prorrumpe en una jubilosa alabanza. Toda la liturgia de navidad es un vibrante canto de júbilo porque el misterio de Dios ha sido desvelado. La contemplación del acontecimiento redentor se traduce ahora en una explosión de gozo indescriptible. En la tradición popular española esta actitud religiosa ha quedado plasmada en la exuberante proliferación de villancicos. Estos no han sido sino la expresión popular del gozo y de la admiración entusiasta que durante estas fiestas anida en la intimidad del corazón creyente ante la sublime grandeza del Niño de Belén. En la realización del misterio la figura de María, la Virgen de Nazaret, ocupa un papel de relevante singularidad pues, gracias a su «sí» de adhesión y a su incondicional prestación maternal, Dios ha hecho irrupción en nuestra historia haciéndose hombre y solidarizándose con nosotros. Por eso la alabanza del Hijo se proyecta también en la Madre.
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