Pascua, anámnesis y acción de gracias

La teología escolástica, tan en boga antes del Concilio, sobre todo en las zonas de influencia española e italiana, dio paso a una teología menos conceptualista y menos especulativa, y más anclada en el marco bíblico de la historia de la salvación. Todos recuerdan todavía aquellas palabras que pronunció el profesor K.E. Skydsgaard, observador en el Concilio por parte de la Confederación Mundial Luterana, en el discurso que dirigió a Pablo VI durante la segunda sesión conciliar en nombre de los observadores y en las que se expresaba el deseo de que la teología católica se orientase de forma más clara y decidida hacia la historia de la salvación. Aquellas palabras han tenido un eco importante, no solo en el campo de la teología en general, sino en el enfoque de la reflexión litúrgica más especialmente.

Para comprender la dimensión de la pascua, su nervatura teológica; para apreciar toda su fuerza y lo que representa para nosotros debemos enmarcarla en el horizonte de la historia de la salvación. Para ello debemos remontarnos a la historia del pueblo de Israel. En concreto a su experiencia del Éxodo. Este es el acontecimiento clave de su experiencia histórica y religiosa. Este es, sin más, el acontecimiento fundador; el que da sentido y originalidad a su existencia como pueblo; el que lo define; el que da apoyo y hondura a sus raíces religiosas. A través de la experiencia del Éxodo el pueblo siente la entrañable amistad de Dios; éste se le manifiesta cercano y liberador. Dios le revela misteriosamente su nombre: Yo soy el que soy. Él es, Yahvé, el que le libera de la esclavitud, el que rompe las cadenas de la servidumbre, el que castiga con su fuerza a los déspotas y torturadores del país del Nilo, el que allana al pueblo el paso del Mar Rojo, el que hunde en sus aguas mortíferas a los perseguidores egipcios, el que reúne a todas las tribus dispersas constituyéndolas en pueblo. Yahvé es el creador de Israel.

Así, a través de los acontecimientos, el pueblo descubre quién es el Dios que le libera y le salva, el Dios que le conduce por el desierto, el Dios que le habla, establece alianza con él y le promete un futuro de libertad. El pueblo no conoce a Dios por los libros ni por la narración de cuentos fantasmagóricos. El pueblo experimenta la presencia de Dios en la cercanía entrañable de alguien, poderoso y fuerte, que le libera y rompe sus cadenas, que le hace pasar de la servidumbre al gozoso disfrute de la libertad. Posteriormente, con el correr del tiempo y adentrándose en esa experiencia de trato familiar con Yahvé, el pueblo descubrirá que el Dios que le ha salvado es también el Dios creador, el todopoderoso y fuerte, que está por encima de todos los dioses.

El acontecimiento del Éxodo permanecerá presente, a lo largo de su historia, en lo más profundo de la conciencia de Israel. Éste será el punto de apoyo de su fe y de su vinculación a Yahvé. Este será también el elemento central que dará sentido y justificará la celebración anual de la pascua. Son muy expresivas a este respecto unas palabras que aparecen en el ritual de la pascua hebrea: «De generación en generación, cada uno debe reconocerse a sí mismo como si hubiera salido personalmente de Egipto, como dice la Escritura: Tú dirás este día a tu hijo: Éste es el motivo por el que el Señor hizo tanto por mí al salir de Egipto. Dios el Santo -que él sea bendito- no liberó sólo a nuestros padres, sino también nos liberó a nosotros junto con ellos, como dice la Escritura: Dios nos ha sacado de allí también a nosotros para conducirnos a la tierra que había prometido a nuestros padres con juramento».

Este texto que acabo de transcribir nos revela algo mucho más profundo. El pueblo no se limita a tener conciencia de la importancia del Éxodo, ni a mantenerlo fresco en su recuerdo, en su memoria colectiva. Además de esto, el pueblo es consciente de que cada vez que celebra la pascua, año tras año, el acontecimiento salvador se repite, se actualiza ritualmente y se hace presente en la fuerza indescriptible del misterio. Esta repetición ritual, periódica y anual, permite al pueblo encontrarse con sus raíces, tomar contacto con el acontecimiento fundador, purificarse y regenerarse, rescatar una y otra vez la fuerza de su propia identidad como pueblo elegido por Dios, como heredero de la promesa.

Esta forma de contactar en el presente con acontecimientos del pasado a través de la imitación ritual es algo que penetra a lo largo de los siglos la entraña misma de la historia salvífica. Los acontecimientos salvadores, sobre todo el acontecimiento liberador del Éxodo, no se hunde en la oscuridad del pasado, en el olvido o en el puro recuerdo psicológico, sino que permanece siempre presente y activo a través del ritual. En esto la experiencia de Israel conecta con el comportamiento religioso de los pueblos más antiguos y de las comunidades religiosas más arcaicas (Mircea Eliade).
Estos acontecimientos salvíficos que salpican la historia sagrada son denominados en la literatura patrística las mirabilia Dei. Son las acciones maravillosas de Dios que se vuelca sobre los suyos. Estos acontecimientos extraordinarios y liberadores son narrados en los escritos sagrados y proclamados en las asambleas por la palabra que se contiene en las Escrituras. Por eso, la palabra fundamental que anima la fe de Israel y mantiene vivo su recuerdo no es tanto una palabra didáctica o moralizante cuanto una palabra narradora de las acciones maravillosas de Dios, que cuenta sus portentosas hazañas. Es la palabra que alimenta la memoria.

Al mismo tiempo esta palabra se transforma en canto y en doxología. La narración de las intervenciones de Dios provoca una explosión de júbilo en la asamblea y estimula al pueblo a expresar su gratitud a través de cantos de alabanza. Así hay que entender el hermoso poema con que culmina la epopeya del paso del Mar Rojo (Ex 15,1-21) y así habrá que entender la colección de Salmos que la tradición cristiana ha seguido utilizando a través de su historia.

Este esquema que acabo de esbozar como característico de la experiencia de Israel se repite después en la experiencia de la Iglesia. En este sentido queda patente que entre el primer Testamento y el Nuevo existe una extraordinaria unidad y un profundo sentido de continuidad. En ambos casos hay que partir de un acontecimiento fundador que se anuncia por la palabra, se evoca en el memorial, se hace presente a través de los símbolos rituales y provoca el jubiloso canto de acción de gracias.

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