Signos, señales y símbolos

Aparentemente el tema carece de importancia; o, por lo menos, se ventila en términos altamente abstractos y pertenece a la esfera de lo estrictamente conceptual, sin apenas derivaciones prácticas o concretas. Diríase que se trata, sin más, de una cuestión bizantina, de nombres, sin interés práctico alguno.

A pesar de todo, yo estoy convencido de que el tema es menos ingenuo de lo que aparenta y de que, en el fondo de la cuestión, hay un núcleo de interés en el que se ventilan no solo apreciaciones abstractas sino aspectos importantes de una cierta relevancia.

De entrada hay que decir que el símbolo es pura relación, pura referencia. El símbolo en sí, en su mismidad objetiva, privado de su carácter referencial, tiene escaso valor. Como una cualquiera de las dos piezas complementarias que constituyen el símbolo antiguo. Si estas piezas tienen un valor es precisamente por la referencia que cada una dice a la otra. El valor pues del símbolo radica en la referencia profunda y consustancial que contiene respecto a algo, distinto de él, pero que lo complementa y lo llena del sentido. El símbolo, en última instancia, está llamado a provocar la reunión de dos ausentes, a propiciar un encuentro, un reconocimiento y una profunda identificación de elementos, seres o realidades distantes.

Intentando establecer una comparación entre el signo y el símbolo, diríamos que el símbolo relaciona dos significantes o, lo que es igual, dos sujetos; el signo, en cambio, pone en relación un significante y su significado. El símbolo realiza la comunicación entre los sujetos (significantes) e instaura entre ellos un reconocimiento, una identificación, un pacto o una alianza; el signo, en cambio, no realiza la comunicación, sino que posibilita el conocimiento del objeto comunicado. Es decir, el símbolo a-signa y se mueve en la órbita del encuentro y la comunicación entre sujetos; el signo, sin embargo, de-signa y se mueve en el mundo del conocimiento y de la ciencia. Podríamos resumir esta gama de diferencias diciendo que el símbolo mantiene una relación interna en el orden de los significantes y, en última instancia, no es un instrumento que posibilita el acceso a una realidad y ni siquiera remite a una realidad fuera de si, ya que la realidad va implícita en el mismo símbolo y no se distingue de él; el signo, en cambio, sí que remite a una realidad fuera de sí, distinta del significante (Chauvet).

De todos modos, a pesar de lo dicho, hay que afirmar al mismo tiempo que el símbolo pertenece al mundo de los signos, aunque no se agota en él. Lo rebasa, sin excluirlo. Esta es precisamente su riqueza. Lo propio del símbolo es su profundidad, su exceso de significación (Ricoeur). Como todo signo, el símbolo une dos realidades, pero, a diferencia del signo, lo que en verdad une son dos significantes, dos sujetos.

Llegados a este punto, debiera hacer una referencia, aunque breve, al concepto de “señal”. A decir verdad, la señal, aun quedando enmarcada en el mundo de los signos, no tiene nada que ver con la entidad y la hondura conceptual del signo. La señal es un aviso, una advertencia. Te pone en guardia frente a un eventual percance, frente a la presencia inesperada de un hecho sorprendente. Puede presentarse como un elemento llamativo, disuasorio: unas letras (stop), un objeto (un animal), un faro luminoso (los semáforos), o el gesto de un guardia urbano. Otras veces la señal responde a fenómenos naturales. Los hombres del campo soben leer el lenguaje de los astros para adivinar si va a llover o va a salir el sol. Evidentemente el concepto de señal carece totalmente de interés para los asuntos que a nosotros nos preocupan.

De todo lo dicho en este escrito puede deducirse que el concepto de símbolo es mucho más adecuado que el de signo para aplicarlo a la experiencia litúrgica y celebrativa. Esta concepción del símbolo nos ha de ayudar a entender mejor por qué las celebraciones litúrgicas deben alejarse de un planteamiento puramente didáctico a fin de adentrarse en una concepción mucho más vivencial y experiencial. El culto, en última instancia, como veremos en otro momento, hay que entenderlo, ante todo, como un encuentro vivo con el misterio.
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