Símbolo y comunidad.

La implicación comunitaria o social del símbolo podría justificarse partiendo de la realidad misma y de la experiencia. Aun cuando hagamos algún uso de los símbolos a nivel individual, en la intimidad de nuestras experiencias profundas, eso no es lo habitual. Lo normal es experimentar la fuerza impactante de los símbolos en el marco de acontecimientos o de celebraciones comunitarias. Entonces es cuando los símbolos asumen toda su grandeza y profundidad, cuando se configuran de verdad como puntos de encuentro y de reconocimiento, cuando son capaces de atrapar y de transportar emocionalmente a todo el colectivo de adeptos y participantes.

Pero, aun cuando ésta sea una vía justa y adecuada para la demostración, yo prefiero dejar correr el hilo de mi reflexión intentando poner en evidencia la lógica y la luminosidad del discurso que venimos haciendo en este capítulo. Hay que partir para ello de una afirmación rotunda del carácter y de la fuerza humanizadora del símbolo. El símbolo no compromete solo una parte o un sector de lo humano. El símbolo atrapa al hombre entero. Atrapa todo lo humano. Y lo atrapa en su propio contexto cultural, filosófico o religioso. Sobre todo, lo atrapa en su dimensión social, pública, comunitaria. La fuerza poderosa de los símbolos que embargan y transportan no funciona como expresión de los individuos aislados sino como expresión de la comunidad. Está claro que lo simbólico se desarrolla siempre en el ámbito comunitario y no en el aislamiento.

Dando un paso más debería afirmar que los símbolos son anteriores a los individuos. Es precisamente la raíz antropológica del símbolo la que garantiza que el sujeto primario del mismo sea siempre un sujeto colectivo, la sociedad. Por eso todos los antropólogos aseguran que los símbolos tienen carácter social, público. Son anteriores efectivamente -insisto en ello- a los individuos concretos, como es anterior el horizonte o mundo de sentido que hace posible a los individuos su existencia en la sociedad. Por esta misma razón, como tendré oportunidad de subrayar más adelante y de forma más amplia, los símbolos no se inventan, como las metáforas, ni pueden ser cambiados o sustituidos arbitrariamente. Forman parte y emergen de las capas más profundas y de las experiencias fundamentales en las que los hombres coinciden y se sienten vinculados entre sí, con el cosmos y con Dios. Me estoy refiriendo a las experiencias matrices, a las que actúan en la conciencia más profunda y radical de los grupos y de las comunidades humanas.

La auténtica praxis simbólica es, por ello, aquella que confiere realmente sentido e identidad a la experiencia humana comunitaria, respondiendo a las necesidades y a los anhelos fundamentales de los grupos y de las comunidades humanas.

No quiero concluir esta breve reflexión sin hacerme eco de unas consideraciones de Paul Ricoeur en las que señala cinco características del simbolismo. Son éstas: carácter publico, comunitario e institucional; carácter estructural de ciertos complejos simbólicos; vinculación a la regla o norma; referencia a la idea de intercambio y encuentro; por último, entorno contextual para poder interpretar las acciones o elementos individuales. En realidad, en mayor o menor grado, estas cinco características hacen referencia a la dimensión comunitaria del símbolo, sobre todo las dos primeras. Siguiendo a Lévi-Strauss y a Marcel Mauss, Paul Ricoeur afirma que no es la sociedad quien produce el simbolismo, sino el simbolismo el que produce la sociedad. De ahí se deduce el carácter institucional de las mediaciones simbólicas, las cuales aseguran el significado y el sentido de la acción. Y, al mismo tiempo, el carácter estructural, ya que los símbolos forman sistema en la medida en que mantienen relaciones de sinergia o de interacción o, como dicen algunos, de intersignificación.
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