La aventura del canto gregoriano
La aventura del gregoriano no tuvo un largo recorrido entre nosotros. Hubo comunidades y grupos en la Iglesia que apenas llegaron a conectar con la nueva sensibilidad y las nuevas formas musicales importadas, sobre todo desde Francia. Sólo en escasos monasterios, especialmente benedictinos, se llegó a cantar con pulcritud el canto gregoriano. Los seminarios y las casas de religiosos apenas si lograron asomarse a estos nuevos ritmos. Casi no tuvieron eco entre nosotros las repetidas recomendaciones de los papas, desde san Pío X a Pío XII.
Aún recordamos quienes peinamos canas aquel canto llano que cantaban nuestros viejos curas en las iglesias; no tenía nada que ver con el genuino canto gregoriano. Hasta entonces, desde las reformas del concilio de Trento, habían estado de moda las composiciones polifónicas ejecutadas por coros especializados de profesionales que constituían la “capilla” en nuestras catedrales y colegiatas. Vinculados a esas polifonías recordamos nombres tan emblemáticos como Giovanni Pierluigi da Palestrina, Tomás Luis de Victoria y, más recientemente, Lorenzo Perosi. Del gregoriano solo quedó una sombra: las melodías que servían al canto de las oraciones, de las lecturas y los prefacios de la misa. Las músicas recogidas en los viejos libros corales, colosales pergaminos conservados en los coros de nuestras catedrales y monasterios, apenas si pueden considerarse un eco bastardo del verdadero canto gregoriano.
Hay que esperar a los importantes trabajos de investigación, renovación y reinterpretación de los monjes benedictinos de la abadía francesa de Solesmes. Fueron ellos, los benedictinos de Solesmes, quienes emprendieron la ardua tarea de redescubrir la interpretación genuina de las melodías gregorianas; quienes garantizaron, con sus conocimientos paleográficos y su rica experiencia, la calidad de las ediciones musicales oficiales, como el Liber usualis y otros libros de canto. Con los años fueron ganándose un merecido prestigio, hasta constituirse en paradigma y punto de referencia para un conocimiento y una práctica correcta de las melodías gregorianas. En España hemos contado con dos importantes focos de irradiación gregoriana: Montserrat y Silos.
Ahora viene la pregunta: Después de haber sido introducidas en todas partes las lenguas vivas en la liturgia, ¿qué va a quedar del canto gregoriano? Quizás debamos estar agradecidos a esos monasterios que quieren erigirse en guardianes de ese bello tesoro. Aunque no dejaré nunca de reconocer que lo suyo, más que una tarea impulsora de vida, terminará convirtiéndose en la custodia de un preciado museo. También hay que reconocer la ilusión de esos grupos, que hoy se multiplican por doquier, volcados en el cultivo del gregoriano. Pero su esfuerzo, en vez de estimular la participación de las asambleas en el canto, termina convirtiendo a sus actores en protagonistas aislados, dispuestos a exhibir su arte o a promocionar conciertos de música sacra. Seguramente nos tendremos que conformar con un uso mesurado y modesto de las melodías gregorianas, reservado a las piezas mas importantes del ordinario de la misa o del cantoral, a utilizar en circunstancias especiales, con motivo de celebraciones multitudinarias internacionales. No es que yo me haga la ilusión de que en esos casos la gente vaya a entender lo que dice o canta; en absoluto; pero, al menos, por una vez, de los labios de una gran asamblea, a una sola voz, podrá brotar un clamor exultante de fe y de acción de gracias; un canto de glorificación y de alabanza a ese Dios, Padre de Jesucristo, Señor de la Historia y Padre de todos los hombres.