¿Es bueno inventar símbolos para la celebración?

Está claro que numerosos símbolos utilizados en la liturgia han quedado desfasados, fuera de lugar, incluso incomprensibles a la sensibilidad del hombre moderno. Esto no es una novedad, ni decirlo supone un descubrimiento. Yo mismo hago alusión a ese problema con frecuencia.

Ante este hecho no son pocos los grupos de animación litúrgica y comunidades cristianas avanzadas que optan por crear ellos mismos determinados símbolos, intentando adaptarlos a la mentalidad y sensibilidad cultural de los grupos o asambleas. Yo mismo he sido testigo de numerosas experiencias. Más aún, hay equipos de animación que, cuando han de preparar una liturgia, se creen sistemáticamente en la obligación de crear símbolos nuevos; no faltan incluso autores de libros o de hojas litúrgicas, confeccionadas con el fin de ofrecer orientaciones o materiales diversos para las celebraciones, en las que también se incluyen ideas o sugerencias para crear nuevos símbolos. Este tipo de experiencias creativas o se orientan en la línea de propiciar una cierta dinámica de la expresión, mimetizando plásticamente escenas del evangelio o, simplemente, de la vida ordinaria; o provocan, mediante determinados recursos, la participación activa de los integrantes del grupo o asamblea propiciando intervenciones verbales espontáneas, o determinados gestos o posturas corporales, o incluso desplazamientos de un sitio a otro. Finalmente, lo más frecuente es la ideación de gestos o acciones simbólicas a través de las cuales se intenta transmitir o un mensaje, o una toma de conciencia, o una decisión, o hasta una actitud interior. En todo caso, siempre se trata de expresiones simbólicas, de carácter pedagógico, a través de las cuales lo que se busca es transmitir un pensamiento o una doctrina.

Este tipo de interpretaciones simbólicas, de carácter eminentemente pedagógico y moralizante, nos remonta sorprendentemente a la alta Edad Media, a los albores del siglo IX. Es la época en que se inician las interpretaciones alegóricas sobre la misa. El exponente más significativo es Amalario de Metz, discípulo de Alcuino, el cual, en su obra De ecclesiasticis officiis, terminada el año 823, propone una curiosa forma de interpretar la misa, llamada alegórica, en la que, prescindiendo del texto propio de la misa y del sentido inmediato y funcional de los ritos o gestos, se opta por dar una significación simbólica a todos y cada uno de los ritos, a las personas, a las vestiduras, a los vasos y objetos litúrgicos, etc. En un momento histórico en el que los ritos se multiplican y complican de forma sorprendente, y en el que el pueblo, que ya no entiende los latines, carece de la más mínima formación religiosa, se adopta el recurso de interpretar toda la misa como si fuera la expresión simbólica desarrollada o la representación plástica de los acontecimientos de la muerte y resurrección del Señor. En ese contexto el canto de entrada se refiere a los coros de los profetas que anunciaron la venida de Cristo; el Kyrie eleison es el grito de Zacarías y su hijo Juan Bautista; el Gloria es el canto de los pastores; el traslado del misal del lado de la epístola al lado del evangelio, gesto tradicional en la antigua forma de celebrar la eucaristía de espaldas al pueblo, significaría el traslado de Jesús del palacio de Herodes al de Pilatos; las cinco veces que el sacerdote se vuelve hacia el pueblo hacen referencia a las cinco apariciones del Señor resucitado y las cinco cruces que el sacerdote solía trazar sobre la ofrenda eran una representación de las cinco llagas.

Esta forma de interpretación, que cobró un nuevo desarrollo en el siglo XII a través, sobre todo, de Ivón de Chartres (+1117 ) y de Juan Beleth (+1165), pasa por alto la presencia de los grandes símbolos eucarísticos, como el banquete, la mesa, el pan y el vino, etc., para volcarse en una interpretación pormenorizada y fantasiosa, carente por completo de cualquier fundamento, de todo lo que acaece en el altar. Lo único que se pretende es crear una forma de adoctrinamiento del pueblo, haciéndole ver en los ritos de la misa los sucesos de la pasión del Señor e intentando suscitar en su corazón sentimientos de compasión y de piedad. Es una interpretación, pues, puramente pedagógica y moralizante.

Esta observación que acabo de esbozar hay que aplicarla también a los actuales intentos de creación de nuevos símbolos. También en este caso nos movemos en el terreno de lo pedagógico y moralizante. Por otra parte, hay curiosamente una lamentable desatención a los grandes símbolos de la eucaristía que permanecen, como es habitual, en su situación de atonía e inexpresividad, carentes de fuerza y de gancho emotivo de cara a la asamblea.

Hay que cerrar este post con una respuesta a la pregunta inicial. Aun apreciando el interés pastoral de quienes pretenden crear símbolos nuevos para la celebración, debo decir, desde mi experiencia personal, que esta no es una buena iniciativa. Porque esos símbolos improvisados no son lo que debe ser un símbolo litúrgico: algo que atrape a la totalidad de la persona; algo que, por encima de las preocupaciones pedagógicas y moralizantes, ofrezca a la asamblea un espacio abierto a la emoción espiritual, a la experiencia profunda de lo arcano, al contacto con lo misterioso y trascendente. Por ahí debe orientarse el descubrimiento de nuevos símbolos; porque, como he apuntado en otros escritos, los símbolos no se inventan, se descubren. Los símbolos están inmersos en la naturaleza, inscritos en ella, y son celosamente conservados por la memoria colectiva de los pueblos y de las tradiciones religiosas. Los grandes símbolos son un valioso patrimonio de la humanidad que ésta debe conservar celosamente. Cualquier interpretación banal de los símbolos, que pretenda inventarlos caprichosamente como quien se saca conejos de la manga, aun cuando todo se haga con la mejor intención, debe quedar desautorizada y excluida porque, a la larga, lo único que consigue es deformar y deteriorar el clima de las celebraciones.
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