La cuaresma, una experiencia de desierto
La cuaresma de cuarenta días aparece íntimamente ligada al desierto. Hay que remontarse a los cuarenta años que el pueblo de Israel peregrinó por el desierto hacia la tierra prometida (Dt 8,2 4; 29,4 5); o a los cuarenta días que transcurrió Moisés en la cima del monte Sinaí sin comer ni beber, absorto y sobrecogido ante la presencia del Innombrable (Ex 34,27 28; 24,18; Dt 9,18); o a los cuarenta días y cuarenta noches que el profeta Elías pasó caminando por el desierto hasta el monte Horeb para encontrarse con Yahvé (1 Re 19,8). Sorprendentemente en todos estos episodios se conjuga la experiencia del desierto, con el ayuno, con la teofanía y con el caminar peregrino envuelto en la esperanza y apoyado en la promesa. A todo ello hay que añadir la fuerza simbólica del número cuarenta de profundo significado en la tradición hebrea. El paradigma definitivo que da sentido a la cuaresma, preparado sin duda por los acontecimientos citados, hay que fijarlo en la experiencia de Jesús en el desierto, también durante cuarenta días y cuarenta noches (Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13), practicando un ayuno roto únicamente por la palabra divina que nutre y sacia, porque «no de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».(Mt 4, 4).
Para poder vivir esta experiencia de desierto no necesitamos huir a un lugar especial. El desierto al que me refiero no es un espacio geográfico, sino una vivencia del alma. Para ello nos tenemos que adentrar en lo profundo de nuestro ser, ahondar, encontrarnos con nosotros mismos en la intimidad, descubrirnos sin máscaras, tal como somos. Esta experiencia la hacemos en la paz del silencio, tomando conciencia de lo que somos.
La experiencia de desierto nos va proyectando aspectos importantes de la vida cristiana. La lucha y la resistencia, porque el desierto es un lugar hostil, plagado de trampas, de peligros. Nuestra vida real de cada día no deja de ser una lucha contra la injusticia. Además el desierto nos invita a la mística de lo provisional, del desapego. Porque en el desierto no construimos castillos ni palacios. Nos limitamos a plantar la tienda para seguir caminando al día siguiente. El desierto nos enseña a no echar raíces en el mundo del bienestar y de la opulencia. Hay que caminar, hay que peregrinar. Como los israelitas, con la mirada puesta en la meta. También nuestra vida es un caminar, una peregrinación en la esperanza, en la confianza. Al final del camino Él nos espera con los brazos abiertos. Nos espera con la mesa puesta. La cuaresma es un camino, como la vida. La cuaresma es como un resumen, un ensayo de lo que debe ser la vida: el silencio, el encuentro con nosotros mismos, la lucha, la mística de lo provisional, el camino, la promesa, la esperanza, el encuentro.
Junto a todos estos valores hay que tener en cuenta otros apoyos que nos ofrece la cuaresma para el camino. Aquí me muevo en lo más granado de la tradición cristiana. Esos apoyos son el ayuno del cuerpo, compensado con la lectura de la palabra «que sale de la boca de Dios» y que nutre nuestra alma. Ayuno del cuerpo, nutrimento del alma.
La oración intensa, silenciosa, la comunicación con el Dios que nos habla y nos transfigura. Ayuno, palabra y oración son apoyos sólidos para el camino. Y la limosna. Pero huyamos de un tratamiento de la limosna en términos de beneficencia. Aquí yo me refiero a la limosna traducida en reparto solidario de bienes, en solidaridad con los pobres, los arrinconados y marginados de la sociedad; en lucha por la justicia, unidos a todos los que se debaten por crear un mundo solidario y justo. A esta limosna me refiero.
La cuaresma no termina, sigue sin descanso. Es larga, interminable como la historia. Ahí estamos todos los peregrinos de la historia. Nos une la preocupación por movernos todos en un horizonte de esperanza. Para los que creemos en Jesús en el horizonte se yergue la pascua, el encuentro.