Ante la fiesta del Corpus Christi
El tono de esta fiesta, tan popular y tan española, nunca ha dejado de suscitarme preguntas impertinentes y respuestas incómodas. La reforma litúrgica del Vaticano II cambió el nombre de la fiesta. Ahora se llama «Festum Sanctissimi Corporis et Sanguinis Christi». Pero, hasta esa fecha, había venido llamándose «Festum Sanctissimi Corporis Christi». Eso es, la fiesta del Corpus, como la hemos conocido siempre. Ahí surge precisamente la primera sorpresa. No entiendo por qué la mención de la fiesta ha ido referida exclusivamente al cuerpo de Cristo. Tampoco entiendo por qué en la solemnidad del Corpus, sobre todo en la procesión, solamente es ofrecida solemnemente a la adoración de los fieles la hostia consagrada. Todo el entorno litúrgico de la fiesta se ha construido en torno a la sagrada hostia: las custodias normales, las valiosas custodias procesionales, las andas para trasportarla, el palio, los cantos, etc.
A esta costumbre hay que añadir toda una serie de actos de piedad eucarística que se fueron incorporando progresivamente a la tradición popular como la exposición y adoración del santísimo sacramento, en la que solo se ofrece a la adoración de los fieles la hostia consagrada; las cuarenta horas; la adoración nocturna; la visita al santísimo sacramento, etc. En ese sentido, por supuesto, hemos de interpretar la supresión de la comunión del cáliz para los fieles, que se había mantenido hasta los tiempos de Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII. Desde entonces los fieles han participado en la comunión eucarística participando de una sola especie. Mientras el sacerdote ha comulgado siempre del pan y del vino, los fieles sólo han participado del pan consagrado.
De este modo, analizada la situación de forma muy esquemática, vemos como la polarización de la piedad eucarística en el pan consagrado, en la sagrada hostia, llega a su punto más candente. La piedad eucarística se concentra en la adoración de la hostia consagrada. La participación de los fieles en el banquete sacramental queda reducida a la comunión del pan eucarístico.
Frente a esta situación es muy significativa la postura teológica de Tomás de Aquino. En una de las antífonas más representativas de esta fiesta, que compuso él mismo, él llama convivium a la eucaristía [O sacrum convivium]. El santo dominico reconoce la dualidad de elementos en la composición material del signo eucarístico: el pan y el vino. Reconoce que esta dualidad responde al perfil antropológico del símbolo eucarístico [comer y beber] y a la referencia cristológica que le da fuerza y sentido: el cuerpo y la sangre del Señor, expresiones de la totalidad del misterio de Cristo, desde la encarnación hasta su muerte.
A mi entender reviste gran interés que el Angélico, en un escrito litúrgico, cargado de piedad y de inspiración poética, llame convivium a ese gesto en el que se come y se bebe. Sin duda que el uso de ese término, inspirado en la cena original en que Jesús instituyó la eucaristía, conlleva necesariamente una importante carga de comensalidad, de fraternidad, de cercanía y de fiesta. De este modo, la bipolaridad del pan y del vino pierde interés, para que toda la carga simbólica y sacramental de la eucaristía quede concentrada en el protagonismo del banquete. Del mismo modo, la duplicidad del cuerpo entregado [quod pro vobis tradetur] y de la sangre derramada [qui pro vobis et pro multis effundetur] del Señor, como expresión bipolar, se concentra en una unidad de totalidad y de plenitud; y acaba expresando, por encima de todo, la totalidad del ser de Cristo, la totalidad de su vida entregada y sacrificada.