La liberación pascual como don y como proyecto

Ya dije que este proyecto de reconciliación pascual y de liberación hay que entenderlo como una meta, como una gran utopía. Es una realidad que sólo se desarrollará en plenitud cuando Dios sea todo en todas las cosas, cuando aparezcan para siempre el cielo nuevo y la tierra nueva.

Ciertamente la pascua es un proceso. Todos los que creemos en Jesús nos sentimos comprometidos con ese proceso. Es la forma concreta de vivir nuestra incorporación a la pascua de Jesús; o, dicho de otro modo, es el modo concreto de hacerse realidad en nosotros y a lo largo de la historia la pascua de Jesús.

Un componente fundamental en la participación en este proceso es la esperanza. Vivimos comprometidos en la construcción del Reino, del mundo nuevo; pero, sobre todo, vivimos a la espera de que aparezcan el cielo nuevo y la tierra nueva. Nuestra esperanza, por otra parte, no es una veleidad, un deseo inconsistente, puesto que en esa promesa va comprometida la palabra del Señor. La nuestra es una esperanza firme, inconmovible; igual que nuestra fe.

Como he apuntado anteriormente, la pascua se perfila para nosotros, para toda la humanidad, como la consolidación del hombre nuevo. Hacia él apuntan nuestros esfuerzos y nuestros anhelos; y en él culmina nuestra esperanza. La aparición pascual del hombre nuevo representa, sin duda, la liberación de la situación de ruptura y de disolución que ha representado el pecado para el hombre. Liberación de toda servidumbre, del caos de la muerte, de la dispersión fratricida, del odio insaciable, de la venganza rencorosa y de la violencia; en fin, desde ese cúmulo de rupturas insalvables y profundas, la pascua nos ha hecho pasar a un mundo nuevo, a una humanidad nueva, construida desde el amor, desde la cercanía fraterna y desde la justicia solidaria. Ésa es la pascua futura, la pascua en plenitud.

Pero esa pascua, que es sin duda un don del Espíritu, debemos comenzar a construirla desde el presente. La nueva humanidad, fruto de la pascua, no aparecerá entre nosotros como resultado de un juego malabarista. Somos nosotros los que debemos comenzar a prepararla con nuestro esfuerzo. Conscientes, por supuesto, de que nuestros logros, en esta etapa de peregrinación terrena y de lucha, serán siempre provisionales y penúltimos. La realidad última, es decir, el cielo nuevo y la tierra nueva, sólo serán una realidad plena y definitiva al final de los tiempos, cuando Cristo sea todo en todas las cosas.

Queda aquí apuntado un tema sumamente conflictivo en el marco de las discusiones teológicas. Me refiero a la armonización coherente entre la acción del hombre y la intervención divina. Por una parte estoy insinuando que la pascua, como desarrollo de un proyecto de transformación del mundo, es una tarea que el hombre, el creyente, debe llevar adelante. Si no dijéramos más que esto nuestro programa no sería diferente del mensaje marxista implicado en la trasformación revolucionaria de la sociedad y en la instauración de un mundo justo, tal como sugiere el conocido filósofo Ernst Bloch.

Pero no. Hay que completar la idea y añadir algo más. Hay que afirmar con toda rotundidad que la pascua, tanto en Jesús como en los que se incorporan a él, es un don del Padre. Él resucitó a Jesús y él es el que nos llama a cada uno de nosotros para incorporarnos a su proceso pascual. Nuestra incorporación pasa por una aceptación incondicional de Jesús y de su mensaje, a través de la fe, por una parte; y, como asegura Pable en Romanos 6, por una inmersión en su muerte y resurrección a través del bautismo. Desde una perspectiva cristiana la explicación es así de simple y así de tozuda. La experiencia de Jesús vivida e incrementada en el seno de una comunidad cristiana, la vivencia comprometida de la fe y la celebración festiva de los sacramentos, están en la base de la acción del cristiano y constituyen la fuente de su compromiso.

Por tanto, nuestra propuesta podría resumirse diciendo que la experiencia cristiana de la fe y de los sacramentos sólo podrá resultar creíble y auténtica en la medida en que esta experiencia se proyecte en un compromiso real por la justicia y por la trasformación del mundo. Entonces la acción del hombre queda fortificada y avalada por la intervención de Dios. Él está detrás y apoya el esfuerzo humano. Esta sintonía entre la acción de Dios y la colaboración del hombre se explica teniendo en cuenta que el esfuerzo comprometido del creyente descarta cualquier intento de interpretación mágica; y, por otra parte, la esperanza en la intervención de Dios, apoyada por la fe en su promesa, garantizan la seguridad inquebrantable de nuestra esperanza.

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