¿Es la primera comunión el culmen de la iniciación cristiana?
Voy a comenzar por el primer problema. Tal como está montada en España la pastoral sacramental, sobre todo la pastoral de la iniciación cristiana, está resultando que todo el proceso de iniciación culmina con la confirmación. Teóricamente, todo el mundo afirma que la iniciación culmina en la eucaristía; pero en la práctica no es así. De hecho, el camino de iniciación catequética, en parroquias y colegios, termina con la confirmación. Ahí concluye todo. Recibido el sacramento de la confirmación, nuestros adolescentes consideran terminada su educación cristiana y, casi siempre, se ausentan definitivamente de la iglesia y de la práctica sacramental. Lamentablemente este es el comportamiento habitual.
En la base de este comportamiento pastoral existe una visión eminentemente antropológica del conjunto sacramental. Hay una cierta pretensión de que los sacramentos deben ir acompañando el crecimiento y desarrollo fisiológico de nuestros muchachos. Es un criterio, a mi juicio, muy sesgado y parcial. Porque el bautismo, a todas luces, no es un sacramento destinado a los niños. Ni los tres sacramentos de la iniciación deben definirse como una especia de acompañamiento ritual o religioso de nuestros adolescentes. La existencia de un ritual destinado a la iniciación cristiana de adultos desmiente taxativamente esta pretensión.
Por otra parte, la dimensión plural del organismo sacramental cristiano hay que interpretarla como una respuesta adecuada a las diversas situaciones existenciales en que se encuentra el creyente a lo largo de su vida. Cada sacramento representa un modo de encuentro personal y comunitario del cristiano con el Señor Jesús. Un encuentro de gracia, liberador y purificador, que ayuda y estimula al creyente en el seguimiento evangélico. A mi juicio, los sacramentos no son principalmente hitos que marcan o jalonan las etapas de nuestro desarrollo vital; son, más bien, momentos fuertes, intensos, en los que el Señor nos sale al encuentro para llenar con su presencia, no precisamente etapas cronológicas, sino momentos fuertes de nuestra vida.
Pero no es cuestión de remontarnos tan arriba. El peso de la tradición es muy importante, por supuesto. Pero aquí no nos movemos con criterios arqueológicos. Las orientaciones litúrgicas y pastorales emanadas del Concilio Vaticano II se mueven en esta misma línea. Y, si hay motivos que puedan aconsejar el aplazamiento del sacramento de la confirmación a una edad en que los aspirantes hayan adquirido un mayor nivel de madurez, con mayor razón tendría que adoptarse este mismo criterio para aplazar la recepción de la eucaristía. A no ser que se tenga la falsa idea de que, para recibir la confirmación, hace falta un mayor nivel de responsabilidad y de compromiso, que para participar en la eucaristía.
Es cierto que entre nosotros está muy arraigada la costumbre de celebrar primero la primera comunión cuando los niños llegan al uso de la razón. Es lo habitual y, en torno a esta costumbre, hay montada una colosal parafernalia social que desdibuja por completo el carácter religioso del acontecimiento. La confirmación queda aplazada para los adolescentes. Esa es la costumbre. Yo apostaría, sin embargo, por un aplazamiento de la primera comunión y a una celebración conjunta de la confirmación. Esta sería una ratificación del compromiso bautismal; y todo culminaría con la admisión y el acceso de los aspirantes a la mesa eucarística. De ese modo se expresaría la incorporación a la comunidad eclesial y a la plena comunión con el Señor.